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Elecciones 2000

Inmigrantes hoy, padres de españoles mañana

España sigue a la cola de Europa en población extranjera, aunque la cifra de marroquíes o dominicanos se ha multiplicado por 10 en una década

Miguel González

La explosión de violencia xenófoba en El Ejido (Almería) y la polémica en torno a la Ley de Extranjería han puesto en primer plano el nuevo papel de España como país receptor de inmigrantes, aunque todavía se trata de un fenómeno incipiente. Más de 2,5 millones de españoles siguen viviendo en el extranjero y sólo unos 800.000 extranjeros residen en España. Suponen el 1,3% de la población total, uno de los porcentajes más bajos de Europa.Pero es verdad que la cifra de emigrantes españoles se va reduciendo paulatinamente, mientras que la de inmigrantes se ha duplicado en la última década. A muchos se les recibe con los brazos abiertos. A la mitad, casi exactamente. Son los ciudadanos comunitarios, con un alto nivel de renta. Entre ellos, unos 80.000 pensionistas que han borrado el castellano en amplias zonas de muchas localidades turísticas.

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Lo que provoca la zozobra de algunos sectores son los llamados inmigrantes económicos. Marroquíes, peruanos o dominicanos, cuya cifra se ha multiplicado por diez en los años noventa hasta superar las 200.000 personas, sin contar a los irregulares.

Al principio, España era sólo un puente de paso hacia Europa, su verdadero objetivo. Pero poco a poco empezaron a establecerse. Aunque el paro supera todavía el 15% de la población activa, un porcentaje sin parangón en Europa, cada vez resulta más difícil encontrar españoles dispuestos a emplearse en el campo, la construcción o el servicio doméstico.

Y los inmigrantes han llenado ese hueco. Un hueco que se irá ampliando, porque España, con sólo 1,07 hijos por mujer fértil, la natalidad más baja del mundo, envejece a marchas forzadas y en las próximas décadas harán falta millones de brazos fóraneos para mantener el aparato productivo. Y el sistema de protección social.

El coste para el Estado de la población inmigrante es mínimo, incluso contando con la extensión de la cobertura sanitaria y la educación, previstas en la nueva Ley de Extranjería. Sólo unos 17.000 inmigrantes cobran algún subsidio, por más de 300.000 que cotizan a la Seguridad Social.

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Hasta los más reacios reconocen que España necesita mano de obra extranjera. Y proyectan repetir los grandes convoyes ferroviarios que hasta hace bien poco transportaban a decenas de miles de jornaleros andaluces a la vendimia francesa. Con billete de ida y vuelta. Proponen ordenar su llegada, garantizar que todos vienen con contrato, que se les aloja en condiciones dignas. Asegurarse, sobre todo, de que cuando el ciclo económico cambie y los puestos de trabajo, incluso los más penosos, escaseen, no se los disputen a los españoles.

El problema es que la mano de obra tiene voluntad propia. Y muchos, aunque tuvieran otra intención, se quedan para siempre. La doble valla metálica, más de 10.000 millones de inversión, que blinda Ceuta y Melilla no interrumpe el flujo. Como mucho lo desvía, hacia la pateras que cruzan el Estrecho. Y si la Guardia Civil lo impide, hacia Canarias.

Bastantes extranjeros que entran legalmente acaban en la clandestinidad cuando se les agota el visado de turista y no logran renovarlo. Viven al margen de la ley, evitando siempre a la policía. Trabajando en la capa más profunda de la economía sumergida.

Las dos regularizaciones realizadas hasta ahora dejaron fuera a varios miles de inmigrantes que no cumplían los requisitos exigidos o no podían acreditarlo. Más de 60.000 solicitudes se presentaron para los 30.000 empleos del cupo de 1999. La mitad se quedó sin permiso de trabajo.

Y la ilegalidad es el caldo de cultivo de la delincuencia. Los extranjeros sólo suponen el 1,3% de la población española, pero representan más del 17% de la población reclusa. La asociación de la imagen del extranjero con la del delincuente es la base de la que se nutre la xenofobia.

La integración es la única vacuna eficaz que se conoce. Mientras llegan nuevos inmigrantes, ya está creciendo una primera generación de españoles de piel oscura, ojos rasgados, religión musulmana o apellido eslavo. Para la escuela constituye un verdadero reto. Evitar la creación de guetos, integrarlos sin obligarles a renunciar a la cultura de sus padres es indispensable para no tener que enfrentarse mañana a una juventud desarraigada.

Hasta que estalló El Ejido, las encuestas repetían de manera machacona y complaciente que los españoles no eran racistas. Tampoco tenían con quién.

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Sobre la firma

Miguel González
Responsable de la información sobre diplomacia y política de defensa, Casa del Rey y Vox en EL PAÍS. Licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) en 1982. Trabajó también en El Noticiero Universal, La Vanguardia y El Periódico de Cataluña. Experto en aprender.

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