El amigo de Hamlet
El gobierno de Eduardo Frei Ruiz Tagle ha hecho progresos importantes en las relaciones con los países vecinos. En Chile tendemos a pensar que lo único que vale, el único avance serio, digno de ser registrado y proclamado, es el que tiene que ver con las cifras locales, internas: el aumento de los salarios, del empleo, de la construcción de caminos y edificios públicos. Pero ocurre que somos un país de situación internacional frágil, como quedó comprobado hasta la saciedad con el episodio del general Pinochet. El reflejo europeo, inmediato, instintivo, fue el siguiente: ya que ustedes no son un verdadero Estado de derecho, ya que no pasan ustedes de ser una caricatura latinoamericana, tercermundista, déjennos al general Pinochet aquí a fin de juzgarlo nosotros. Fue, como digo, el reflejo europeo inmediato, la actitud más o menos unánime del Viejo Mundo, de las viejas potencias coloniales, y Chile ni siquiera pudo contar, a pesar de algunas declaraciones, con un respaldo sólido, efectivo, evidente, de toda la región. Los crímenes, al fin y al cabo, eran abominables, vergonzosos. Los argumentos a favor del juicio a Pinochet en España parecían contundentes, difíciles de rebatir. Y toda discrepancia se volvía irremediablemente sospechosa.Ningún país de Europa tendría la misma reacción instintiva frente a China, o frente a la ex Unión Soviética y sus antiguos satélites, o frente a Cuba, lo cual hace que la fragilidad chilena sea todavía más notoria e inquietante. Pues bien, dentro de este contexto, el esfuerzo del gobierno de Frei por mejorar su inserción diplomática en el sur del continente adquiere un sentido mayor. Ha sido una de las consecuencias del episodio de Pinochet, y no de las menores. No es que debamos estar agradecidos al juez Garzón por los efectos indirectos de su actuación, pero podemos comprobar que el rigor europeo, rigor viciado en opinión mía por su carácter unilateral parcial, ha provocado entre nosotros más de una reacción útil y hasta necesaria. La mejoría de las relaciones con Argentina y con el Perú son parte de este cuadro nuevo, más saludable. Al nuevo gobierno le quedarán muchas tareas por cumplir en estas materias. Desde luego, dar un gran paso adelante en las relaciones con Bolivia, asunto difícil y complejo pero no imposible, y aparte de eso, absolutamente necesario.
Si Chile consigue durante la administración de Ricardo Lagos una inserción normal, sólida, solidaria, desprovista de resabios coloniales y del siglo XIX, de problemas anacrónicos de fronteras y de fantasmas de guerras remotas, dentro del Cono Sur y del Mercosur latinoamericanos, se habrá producido un cambio histórico verdaderamente notable, una entrada real en el futuro. La inserción en la región es la base previa para alcanzar una posición más sólida, menos ambivalente y reversible, dentro de la comunidad internacional. Porque ahora nos aplauden algunas cosas, nos reparten golosinas, y en seguida nos dan coscachos y pellizcos de advertencia, como si fuéramos menores de edad. Y lo que siempre queda en evidencia, en definitiva, es nuestra condición frágil, nuestra debilidad frente al resto del mundo.
A fines del siglo XIX, en la época de nuestra riqueza salitrera, se hablaba con grandes esperanzas, con optimismo cercano a la utopía, del ABC, la alianza de Argentina, Brasil y Chile, países que formaban entonces, en términos relativos, un conjunto económico fuerte, de un futuro que parecía envidiable. La fuerza del conjunto, sin embargo, era más bien aparente. Chile no había conseguido liquidar bien la Guerra del Pacífico, dependía en su economía de un producto de exportación único y tenía una desigualdad social explosiva, que causó conflictos agudos a lo largo de casi todo el siglo siguiente. Ahora subsisten problemas muy serios, pero las condiciones, en el país y en toda la región, son notoriamente mejores. Podemos imaginar una alianza futura con más iniciales y con una B mayúscula que serviría para el Brasil y para Bolivia. Dentro del conjunto y sin olvidar la limitación que impone su tamaño, Chile es probablemente la economía más dinámica, más creativa, con inversiones más fuertes en todo el grupo. No es tan difícil, a pesar de las apariencias actuales, que vuelva a convertirse también en el gran punto de referencia democrático, como ocurría en los años cincuenta y sesenta del siglo anterior. Y ahora sabemos, cosa que me parece saludable, que esto último lo debemos alcanzar por nosotros mismos, a través de una transición inteligente y bien llevada, sin inquietarnos demasiado por las hostilidades o por las "ayudas" externas.
Durante todo el año 1970, en los primeros balbuceos de lo que sería una larga y dramática crisis de la convivencia chilena, me encontraba como consejero de la Embajada de Chile en el Perú. La atmósfera de aquellos días era increíblemente diferente de la de ahora. En el Perú había una dictadura militar populista, con veleidades izquierdizantes, la del general Velasco Alvarado. En un Chile politizado y polarizado hasta extremos enfermizos, se desarrollaba la campaña electoral que llevaría a Salvador Allende a la presidencia. Las relaciones de los militares peruanos con el Chile de entonces eran francamente difíciles. En todas las esquinas de Lima se voceaba un libro de un periodista conocido y cuyo título era Chile prepara otra guerra. A cada rato había rumores de movilizaciones armadas en las fronteras. La llamada Revolución Peruana, a todo esto, había firmado acuerdos ambiciosos de suministro de armamentos con la Unión Soviética. Y Velasco Alvarado anunciaba a quien le quería escuchar que el Perú, antes del centenario de la guerra, es decir, antes de 1979, recuperaría las "provincias cautivas" del norte chileno.
El gobierno de Allende, que entró en una crisis financiera en espiral en su primer año, hacia el mes de octubre de 1971, encontraría toda clase de trabas para admitir armamentos en los países de Occidente. Por su lado, la Unión Soviética, con el mariscal Gretchko en el Ministerio de Defensa, entonaba cantos de sirena. El general Carlos Prats, entonces comandante en jefe del Ejército chileno, me contó en París un diálogo de apariencia candorosa, pero de fondo impresionante. Él le pidió a Gretchko que no le vendiera más tanques al Perú. Los tanques le sirven para defenderse del imperialismo yanqui, le contestó Gretchko. Los tanques, le replicó Prats, sólo le pueden servir para atacar a Chile. El mariscal soviético, entonces, le informó a Prats que ellos también podían venderle todos los tanques que necesitara.
No es difícil imaginar ahora en qué medida influyó todo esto en el golpe de Estado chileno. Se había elaborado, además, en aquellos años, bajo el alero de las academias militares norteamericanas, toda una teoría sobre la Seguridad del Estado. Era una teoría perversa, puesto que justificaba, en definitiva, la intervención militar, pero lo hacía con argumentos sin duda inquietantes, tomando en cuenta el conjunto de los problemas sociales, políticos, militares e internacionales de los países de América Latina. Cuando Neruda, después del triunfo electoral de Allende, me decía que lo veía "todo negro", lo decía porque veía claro, con intuición de poeta. En los primeros tiempos del régimen militar, Chile estaba sometido por el Norte a la amenaza peruana, puesto que el general Velasco terminó por dar a conocer en forma pública su teoría sobre las "provincias cautivas", estaba amenazado por Argentina en el Sur, país con el que estuvo a minutos de entrar a una guerra en diciembre de 1978, y tenía que enfrentar además los planes de infiltración guerrillera que preparaba con enorme energía y tenacidad Fidel Castro. El contexto no justifica los crímenes repugnantes que se cometieron, pero en alguna medida los explica, nos guste o no nos guste. Sembramos vientos y cosechamos tempestades, declaró hace poco un senador socialista, y esto me parece el mejor resumen de aquella crisis histórica. Ahora, cuando el presidente Frei consigue resultados interesantes, económicos, culturales y políticos, es decir, pacíficos, en su visita de Estado al Perú, la última de su mandato, y cuando un socialista se prepara para asumir el mando sin que el país sienta la menor inquietud, con una Bolsa de Comercio, por ejemplo, que sube casi a diario, se puede pensar que ya vislumbramos, en términos históricos, la salida auténtica de la crisis.
¿Quiénes son los responsables de todo este pasado reciente? ¿A quiénes hay que juzgar? Yo no tengo las ideas tan claras como las tienen en algunos mentideros de Bélgica o de Inglaterra. Y a propósito de Inglaterra, me acuerdo a menudo de un breve diálogo de Shakespeare: "Hay cosas en la tierra y en el cielo, Horacio", le dice su entrañable amigo Hamlet, "que tu filosofía no alcanza a comprender". Porque las circunstancias, agrego yo, vistas de cerca y desde adentro, no son tan sencillas como parecen desde lejos.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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