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Emociones CARMELO ENCINAS

La emoción no es un sentimiento de producción ilimitada. Cuando algo nos asombra o sobrecoge siempre reduce un poco nuestra capacidad de sorpresa. Esto ocurre con las películas en las que guionistas y expertos en efectos especiales han de romperse la cabeza para crear situaciones nuevas e inesperadas cada vez más rocambolescas e inimaginables con tal de impresionar al espectador. Así se explica que aquella locomotora en marcha que filmaran los hermanos Lumière sembrara el pánico entre los primeros espectadores del cinematógrafo, convencidos de que aquel armatoste los arrollaría, y ahora apenas vibremos en la butaca cuando nos cae encima una nave espacial.Los chicos de hoy día son los mayores consumidores de emociones y hay toda una industria cavilando para proporcionárselas. Una industria que invierte enormes recursos en el intento de superar experiencias anteriores y sorprender a la fantasía. Vemos así a procelosos astros de la pantalla como Bruce Willis o Schwarzenegger protagonizar secuencias de inusitado heroísmo donde las balas, las bombas y el sufrimiento extremo no hacen mella alguna en sus musculados cuerpos. Escenas que nunca tendrían cabida en la vida real y que, sin embargo, terminan creando en las mentes más frágiles la idea de que son perfectamente posibles.

Igual ocurre con los videojuegos y programas de ordenador diseñados para que el usuario participe directamente de las aventuras más insospechadas tomando decisiones y determinando la suerte del protagonista de la historia. Esos ingenios informáticos les permiten sentir las emociones de quienes se enfrentan a pecho descubierto con todo un ejército, a un diabólico asesino o a un horrible monstruo proveniente de otra galaxia, todo sin correr el menor riesgo físico y apenas despeinarse.

El consumo intensivo de sensaciones fuertes tiene el peligro de generar en las neuronas volátiles cierta confusión entre realidad y ficción además de producir un ansia progresiva por la emoción superlativa. Ambos efectos bien pudieron influir en esa jovencita de 13 años que el pasado fin de semana se montó por su cuenta una película que trajo de cabeza a los servicios de rescate de la Cruz Roja, a los bomberos y, sobre todo, a la Guardia Civil. La niña quiso matar el tedio de una tarde de sábado llamando a la Comandancia de Segovia y fingiendo ser una señora que acababa de sufrir un accidente de tráfico junto a sus dos hijas al atropellar un jabalí. Empleando un teléfono móvil, al que dio la misma función que el mando del televisor para controlar el juego que había iniciado, la chica fue relatando la terrible situación que supuestamente estaba viviendo atrapada en el interior del vehículo junto a dos criaturas. Hasta 20 llamadas tuvo el valor de realizar interpretando distintas voces y dándole a su relato tintes de dramatismo en el intento de hacerlo verosímil. Había en su historia aspectos que no cuadraban, pero lo elaborado de la misma y su insistencia en proseguir con las peticiones de auxilio obligaron a las fuerzas de seguridad a mantener en marcha el dispositivo de rastreo. Durante 48 horas, 500 agentes de la Benemérita con motos, vehículos todoterreno y helicópteros rastrearon la sierra de Madrid mientras la mocosa se lo pasaba bomba representando la farsa y escudada en su móvil. Dos jornadas con sus días y sus noches en las que su fantasiosa cabecita tuvo en jaque a quienes tienen cosas más importantes que hacer que aliviar el aburrimiento de una chiquilla. Es cierto que su imaginación calenturienta no hubiera provocado tantos estragos si la Guardia Civil de Segovia en lugar de su centralita analógica antediluviana hubiera dispuesto de una digital que le permitiera localizar los números de las llamadas como los aparatos domésticos que ya comercializa la compañía telefónica. También está claro que el asunto olía a chamusquina desde el primer momento y debieron moderar el esfuerzo ante lo evidente de las contradicciones. Pero los padres y educadores no deberían descuidar los previsibles desvaríos que puede producir en los chicos el temible síndrome de emociones. El teléfono de emergencias 112 registra el mayor número de llamadas a la hora en que los niños salen del colegio. Es la hora de las bromas. Y un día sucederá lo de Pedro y el lobo.

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