_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Miguel

José Luis Ferris

Cuando esta columna salga a la luz me encontraré en Madrid, donde esta misma tarde se presenta una antología poética de Miguel Hernández que me fue encargada el pasado verano para la histórica colección Austral de Espasa-Calpe. El próximo octubre se cumple el 90 aniversario del nacimiento del poeta oriolano y, para más detalles, dentro de no mucho habrán transcurrido 70 años desde su primer viaje a la capital de España, una ciudad que le abrió los ojos a esa realidad social y cultural que habría de cambiar los rumbos de su pensamiento y de su verso.El Madrid que encontró Hernández por aquellas fechas mantenía el espíritu eufórico y esperanzado que el triunfo de la República desató en la mayoría de los intelectuales y artistas de la época. El peligroso y alarmante ascenso de los fascismo en muchos puntos de Europa contrastaba con los prometedores acontecimientos que la victoria electoral de la coalición republicano-socialista del 12 de abril de 1931 había propiciado. Miguel tenía entonces veinte años y, entre su equipaje, una vieja maleta, un traje, un gabán y un cuadernillo donde había ordenado sus primeros poemas adolescentes. En los sucesivos viajes a Madrid fue adentrándose en los círculos y en los ambientes culturales donde se cocía la mejor literatura del momento y donde se podía respirar un aire de auténtico compromiso social y político. Amistades como la de Neruda, Aleixandre, Altoaguirre o Alberti habrían de ser decisivas en su nueva concepción de una estética más abierta y vital, pero también en su afirmación ideológica como defensor incuestionable de cualquier forma de libertad.

Que la muerte segara de raíz su desbordada pasión y su talento en aquella madura juventud no impide pensar que fue un hombre esperanzado. Hoy, casi 60 años después, sería para él una ofensa, un hecho demoledor e impensable comprobar que la intolerancia y el fanatismo ciego siguen minando parcelas hermosas de la tierra. No se hicieron sus versos para el puerco paladar de Haider ni sus hombres del FPO. Ni su canto solitario para las gentes de El Ejido. Tanto penar, Miguel, para morirse uno.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_