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Reportaje:

Los chóferes que nadie quiere

Los conductores del extinto PMM siguen cobrando, pero ni la Generalitat ni el Gobierno les dan trabajo

Están convencidos de que nadie los quiere y de que los han abandonado a su destino, que no saben cuál es. Son una treintena de conductores del antiguo Parque Móvil Ministerial (PMM, en las matrículas de los coches oficiales) que desde hace dos meses acuden cada día a su trabajo y allí matan el tiempo entre charlar, jugar a las cartas, leer, estirar las piernas y mesarse los cabellos con una cierta desesperanza. No tienen nada que hacer. Bueno, casi nada. Hasta noviembre pasado conducían coches, furgonetas, minibuses y trasladaban de un lado para otro a altos cargos de la Administración central, a jueces y fiscales en ejercicio, a los alumnos de la escuela judicial; transportaban también sobres, paquetes y objetos a las aduanas, a los tribunales. Desde hace dos meses, nada. Y lo que peor han digerido: sin explicación alguna."No entendemos nada". Es la frase que más utilizan todos ellos e incluso el propio Ramón Sos, también uno más, pero que añade a su condición de conductor sin trabajo la de ser representante en la junta de personal. "Hemos pedido explicaciones a la delegada del Gobierno, pero ni siquiera nos contesta".

Tienen un espacio inmenso: 17.000 metros cuadrados casi vacíos, situados en la Villa Olímpica, frente a la Universidad Pompeu Fabra y tras las torres casi gemelas. Una pequeña parte está ocupada por archivos del Gobierno central; otra se prepara para recibir las dependencias de inmigración; el resto es hoy un aparcamiento de tres plantas casi desierto. Quedan coches, pero apenas se utilizan. "Sólo cuando viene algún ministro desde Madrid", explica uno de los conductores con el cansancio de no hacer nada pintado en la mirada.

Estos funcionarios tenían que haber sido traspasados a la Generalitat. Pero el Gobierno catalán adujo que no tiene un parque móvil y que no piensa crearlo, de forma que rechazó el traspaso de los coches, por obsoletos, según un portavoz del Ejecutivo, y los conductores, por no ser necesarios. Pero asumió los servicios que ellos realizaban, sólo que los encargó a una empresa privada. Y eso pese a que "íbamos con la mochila", afirma uno de ellos. La mochila es el sueldo y los costes a la Seguridad Social. "Parecemos apestados", dice uno; "No nos quieren porque no somos catalanes", dice otro; "¡Qué va!, no nos quieren por otros motivos porque cuando coincido con otros chóferes de la Generalitat, soy el único que habla catalán". Son exageraciones gestadas en largas horas de ocio obligado, porque apenas realizan más de un servicio o dos al mes. Aún conservan un poco de fuerzas para resistirse, para reclamar trabajo, para exigir el reconocimiento de la "dignidad" que merecen, explican. Pero se nota que las están agotando día a día. Matan el tiempo y parecen morir con él.

Algunos dicen que entienden que el Gobierno catalán no les quiera, pero no comprenden por qué tampoco les da trabajo la Delegación del Gobierno. Algunos funcionarios del Gobierno central a los que antes transportaban han dejado de utilizar sus servicios y usan coches alquilados o taxis. Citan al rector de la Universidad Politécnica, a directivos de Radio Nacional de España en Barcelona, incluso se preguntan por qué en la Delegación del Gobierno se envían paquetes y cartas con policías motorizados estando ellos mano sobre mano. "Nosotros estamos aquí sin hacer nada, y los gobiernos se gastan el dinero de todos en taxis y coches. No lo entendemos".

Las instalaciones están limpias, son amplias, tienen luz, pero ellos parecen vivir en la penumbra de la incertidumbre. Nadie les dice nada, no parecen saber siquiera que existen. Y ellos se rebelan, pero su rebelión se agota entre las paredes del edificio al que acuden a consumir el tiempo. Quieren trabajar y no les dejan. No se contentan con cobrar, quieren justificar el sueldo, demostrar que, aunque nadie parece quererles, son capaces de coger un coche y llevar a alguien de una parte a otra de una ciudad que ni siquiera parece querer reparar en su existencia.

Manolo S. Urbano
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