¡Viva el señor Chinarro! JORDI PUNTÍ
Sí, yo soy uno de esos niños de 30 años y un día a los que el payaso Miliki ha devuelto a la infancia con su nuevo disco de viejas canciones. Estas pasadas Navidades, al escuchar otra vez, muchos sábados por la tarde después, melodías sencillas de letras crípticas como La gallina Turuleca y Mi barba tiene tres pelos (que sigo sin entender) o auténticos himnos generacionales como Susanita, Dale Ramón, Cómo me pica la nariz y Chinito de amor (no confundir con el Disco chino... filipino, un éxito de Enrique y Ana), he vuelto a calibrar el diámetro de esa pista de circo que me hipnotizaba, con sus gradas llenas de mocosos excitados como yo, y en mi memoria ha resonado otra vez ese grito de guerra -¡bieeeeen!", un alardo pavloviano- que exclamaba mentalmente, desgañitándome en silencio, después de oír la pregunta mágica: "¿Cómo están ustedeeees?". De esos momentos de feliz inocencia, me doy cuenta ahora, he salvado tan sólo una vaga sensación de melancolía vespertina, cuando terminaba la función y en invierno ya era de noche tras la ventana, y un amplio repertorio de detalles de los Payasos de la Tele. Los detalles, ese adhesivo que une la materia primera de los recuerdos, como los define Sándor Márai, son la nariz muy postiza de Fofó; el pequeño saxófono brillante y la pulcritud del chaqué negro de Gaby, con su estudiada severidad (qué difícil, estar serio entre tantos bobalicones); la gorra de cuadros escoceses de Miliki, como caída del cielo, y su facilidad para hacernos reír con las palabras: "Se me lengua la traba", decía. Recuerdo también, a pesar de la tele en blanco y negro, ese color rojo intenso de sus largos vestidos y el brillo de blanco nuclear que desprendían las tartas de merengue, como imantadas para estrellarse al final en la cara de alguno de ellos.Y luego está el señor Chinarro. A menudo olvidado, mi tendencia a la simpatía por el más débil me lo ha mantenido vivo todo este tiempo, y ahora que vuelven esos días lo recuerdo también a él. Fernando Chinarro -ése era su nombre de verdad, en la vida real-, el actor, ha seguido interpretando después: le entreví un día en el hostal de Lina Morgan (el zapping), con el mismo aspecto de siempre, y su nombre aparece de vez en cuando en los programas de teatro de Madrid, pero para mí seguirá siendo el señor Chinarro. Semana tras semana salía decidido al escenario, enfundado en un traje impecable, con su escaso pelo blanco y esa cara de no entender nada, y, como si la experiencia no contase, en cada episodio de La aventura se dejaba engatusar por esa panda de liantes sin malicia. No había día en que el hombre no terminase pringado, mojado y persiguiendo por la pista a alguno de los payasos, gesticulando con vehemencia mientras su calva, por el ceño fruncido, tomaba una intensa coloración púrpura (supongo ahora). En realidad, todos los niños detestábamos al señor Chinarro y gozábamos de alegría, crueles, con sus desgracias y fatalidades, y es sólo ahora que lo recuerdo cuando siento por él ternura y admiración, a partes iguales. Cómo me hubiera gustado escuchar en el disco de Miliki, aunque fuese de fondo, uno de sus ataques furibundos e impetuosos, una exageración, expresión de mi ingenua felicidad.
Pero no es únicamente la nostalgia lo que me lleva a acordarme de Chinarro (así solían llamarle los payasos, sin trato preferente, excepto, quizá, Gaby), es también el homenaje continuado que le rinden las canciones de un grupo sevillano que le tomó como emblema: Sr. Chinarro. Me gusta pensar que en la música sombría y a la vez festiva del grupo, con esos apuntes de melódica que suenan a circo de calle, felliniano, y en las letras fascinantes, embarulladas y evocadoras de algo (no sabría decir exactamente de qué) que escribe el alma del grupo, Antonio Luque, con su impagable toque surrealista, late el ambiente narcótico de esas horas vespertinas del sábado, y hoy me reconozco sobre todo en ellas.
Los Sr. Chinarro han publicado cuatro discos: el que les dio a conocer era el más opaco; vino después Compito, algo más claro y onírico, pero donde para mí empezaron a tomar altura de verdad fue en los dos siguientes, de brillante título: El porqué de mis peinados (1997) y Noséqué-nosé cuántos (1998), el último hasta la fecha. Los textos de Luque son prosas poéticas, guiños a una cierta tradición de refranes y dichos populares surreales -del tipo "de todas maneras, la burra es panadera"-, y, gracias a asociaciones tan geniales como absurdas, juegan también a despistar con palabras e imágenes que por aquel entonces hacían cosquillas en nuestros cerebros de niños. Aunque falte la música, no me resisto a escribir algunas frases de esos textos. Dice Carretera y manta: "Niña no te sulfures, baila como las gitanas, con el pan bajo el brazo y un gran vaso de leche mala en cada tableta, esa que tú te tomas como si fueran uvas, fabulosas las zorras, fábulas que desconozco: ¡tonto el que las lea!". O también la delirante El libro gordo de peut-être: "De luz y color los reyes del recreo, la tómbola del profesor borracho". O, aun, Los ídolos no comen, que empieza: "Has cerrado la tienda de ultramarinos y te enfadas porque se distrae tu novio y te escribe, junto al estanque del parque, sobre tipos de gaseosa en un rollo del papel rosa que dan como adorno en surtidos de galletas".
Vivo estos días esperando el nuevo disco de Sr. Chinarro, que está al caer. Se llamará La pena máxima y me llevará, estoy seguro, muy lejos.
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