La contracárcel
La cárcel no es la única opción, ni el castigo más conveniente para una amplia serie de delitos. La semana pasada, el juez de Menores de Granada condenó a un adolescente que conducía ebrio su motocicleta a la tarea de visitar heridos por accidente de tráfico en una clínica de rehabilitación. Durante los días siguientes siguió la estela de esta decisión imaginativa y cada vez más en alza. La Ley del Menor contempla la prestación de servicios en beneficio de la sociedad como una manera de satisfacer la pena, pero también como el mejor camino para la reinserción, sin sufrir los efectos devastadores de la presión carcelaria. Obligar a cuidar los montes a un incendiario, a devolver con creces el valor de un hurto, a limpiar las paredes de los graffitis, reparar los daños de un acto vandálico, prestar cuidado a los enfermos de sida a aquellos que tuvieran responsabilidad en la contaminación de la sangre, son algunas formas, entre otras, de redimir la pena, y que empiezan a cundir en las decisiones de los jueces.La cárcel fue instituida por los herederos de la Ilustración como manera de humanizar castigos descontrolados como era el recurso a la picota, el envío a galeras, los linchamientos brutales o las ejecuciones públicas. Desde entonces, la cárcel se ha convertido en la máquina superlativa para marginar al delincuente convicto. Pero también la cárcel se ha erigido, según se acepta por todos, como una prestigiosa escuela de criminalidad, certera y reproductora de alumnos.
El sentido de la cárcel se ha basado en la triple finalidad de castigar al delincuente, disuadir del crimen y enmendar, finalmente, al transgresor. La prisión castiga, de eso no cabe duda. Pero ni disuade ni corrige. Algunos argumentan que si no cumple estas dos últimas funciones es debido a la lasitud con que funciona el sistema penitenciario en la mayoría de los países desde el ascenso antiautoritario de los años sesenta. Imbuido de esta idea, Estados Unidos ha multiplicado sus cárceles, públicas y privadas, ha acentuado la dureza de los encerramientos y desarrollado el número de los encarcelados. En pocos años la nación ha pasado de ser un Estado-providencia a un Estado- penitencia con una tendencia a la tolerancia igual a cero. De hecho, de 380.000 internos en 1975 se ha pasado ya a casi 2 millones en 1999, sin que, a la vez, el decrecimiento de la criminalidad haya mantenido, en estos años, una franca correlación con la política represiva.
En general, todos los países occidentales han aumentado, en coherencia con el sistema neoliberal de los últimos tiempos, la masa de presos, y, en España, tradicionalmente con una baja proporción reclusa, se ha llegado a l14 por 100.000 habitantes, una de las más altas de Europa. Con ello, sin embargo, no se ha logrado ni reducir el delito ni promover la reinserción. En general, el número de reincidencias en Europa es superior al 50% durante los cinco años siguientes a abandonar las celdas. Cualquier institución privada con estos malos resultados se habría puesto hace tiempo en cuestión, y en esa encrucijada sitúan hoy la cárcel numerosos sociólogos, abogados, jueces o, incluso, funcionarios de prisiones. La tesis en progreso es que no basta con encerrar al transgresor; es preciso reflexionar sobre las posibilidades de prevención -en línea con las actuales políticas preventivas en otros campos- y sobre la productividad de las sanciones.
La privación de libertad es un acto muy grave que no puede estar justificado sino en virtud de su utilidad social. Ahora bien, ¿qué sentido tiene la cárcel, por ejemplo, para el enfermo sexual, el extranjero sin papeles, el pirómano, el traficante circunstancial de unos gramos de droga al que según el Código Penal pueden caerle de tres a seis años? La prisión vacía no será una solución para mañana ni acaso para pasado mañana, pero prisiones menos llenas ¿por qué no?
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