Hacia el caos territorial
J. J. PÉREZ BENLLOCH
Es posible que el subsecretario de Turismo de la Generalitat, Roc Gregori, esté metido de lleno en el zafarrancho electoral y, consecuentemente, se considere con licencia para proclamar algunas frivolidades amables para con la clientela más adicta a los intereses que representa. No de otro modo se explica que, siendo un experto en asuntos turísticos y testigo cualificado del crecimiento alocado de este sector en el País Valenciano, considere que no ha llegado todavía la hora de ponerle puertas al campo. O, lo que es igual, racionalizar el desarrollo urbanístico del litoral. "Tenemos muchos espacios libres", ha dicho, soslayando así cualquier tentación intervencionista o meramente previsora, que viene a ser la misma cosa.
Como es presumible, el dinámico subsecretario no postula voluntariamente el caos ni la saturación hasta grados irreversibles, que pronto provocarían la estampida de los usuarios dejando en mantillas el primer negocio del país. El responsable del turismo, que debe padecer el horror vacui o alguna suerte de agorafobia, estima sencillamente que se debe dejar operar al mercado para que vaya colonizando los parajes -obviamente escasos, por más que piense lo contrario- que nos van quedando. A lo sumo, añade, se pueden administrar algunos alicientes para orientar las iniciativas, lo que a la postre se traduce en beneficios sobre beneficios, puesto que la industria del atobón no va a dejar de hacer su agosto ofreciendo nuevos alojamientos y hoteles mientras haya un palmo de suelo privilegiado donde construirlos. Tal es su inercia y su destino en lo universal.
Sin negar la coherencia de estos planteamientos con los supuestos doctrinales que informan al subsecretario, la verdad es que son de una temeridad espantosa. No es necesario ser una autoridad en la materia, como las muchas y descollantes autoridades que discrepan de tal laisser faire, para percatarnos de que dicha permisividad nos aboca al desastre o, como mínimo, a una ración masiva de más de lo mismo y que gráficamente puede ilustrarse con una evocación de Cullera, Santa Pola o Torrevieja como modelos decantados por la imprevisión y el despojo. Esperpentos urbanísticos, éstos, que debieran imponer unas severas cautelas que únicamente Gregori y sus cofrades reputan prematuras.
Estoy seguro de que el subsecretario no comulga con esta perversidad e incluso está sinceramente convencido de que el territorio costero valenciano es un jamón que puede seguir alimentando la fiebre urbanizadora durante muchos años antes de considerar medidas restrictivas o protectoras como acontece en Baleares. Y eso es lo temible: que con la mejor voluntad nos lleve al traste con la eficiente colaboración de la inane Consejería de Medio Ambiente, que al parecer nada tiene que decir a este respecto. En cierto modo, estamos ante una prolongación del viejo desarrollismo que no se paraba en barras con tal de acumular dividendos sin reparar en la insensata e impune dilapidación de nuestros recursos naturales. Una delincuencia de cuello blanco, en fin, que sigue siendo beneficiaria de unos criterios urbanicidas que apuntan ciegamente contra la gallina de los huevos de oro. Nos gustaría que el subsecretario matizase estas premoniciones.
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