¡Viva Madrid, que es la corte!: La relación de los flamencos con la capital se ha vivido en los sótanos y los tablaos, pero también en los palacios
La relación de Madrid con el flamenco es tan antigua y estrecha al menos como la que tiene con los toros. Si Las Ventas mantiene su ruta secreta, hecha de bares, tertulias, restaurantes, hoteles y sabor, el flamenco, también. Desde hace al menos 150 años, Madrid ha escuchado el mejor flamenco y ha consagrado a los mejores artistas. Muchos vinieron a vivir aquí y crearon su espacio, sus barrios, sus liturgias, su afición. Con un mérito añadido: mientras el del toro era un mundo hecho de admiración y éxito, el flamenco vivía, casi siempre, una vida marginal, muchas veces reducida al poblado o al sótano escondido.Quizá Madrid ha sido un sitio más taurino que flamenco, porque, siendo una ciudad generosa con el guiri, ha sido a la vez pródiga en reyes, alcaldes y dictadores especializados en racismo y mal oído, gente que durante cientos de años prohibió al pueblo cantar y reunirse, escupir y gozar, tanto en la calle (las jácaras) como en los bares (las fiestas).
Y, a pesar de todo, el flamenco subsistió, y finalmente triunfó y se hizo su hueco. Llegó Cádiz con las Cortes, y aquel arte anarquista y campesino, que había crecido en la casa-patio, las bodas y los zaguanes, acabó entrando en los circuitos del espectáculo.
Al principio fueron los gitanos, y luego, los cafés, colmaos y tabernas de la calle de Toledo, rúe liberal, andaluza y torera que entre la plaza de la Cebada y la Puerta de Toledo cobijó, según Benito Pérez Galdós, nada menos que 88 tabernas de aroma andaluz ("¡y las he contado!").
Luego llegaron los cafés cantantes, fórmula que importaron de Francia tipos como el gran cantaor y emprendedor empresario (ítalo-uruguayo-sevillano) Silverio Franconetti, quien, según las crónicas, acabó con el cuadro dos noches de 1866 en el Capellanes, un antiguo teatro y salón de bailes. Silverio, un cantaor enorme en todos los sentidos al que se considera iniciador de la afición madrileña por derecho, tuvo mucho que ver con el florecimiento del flamenco entre los años 1830 y 1890: había salones jondos como el Parnasillo y el Vensano, cafetines y cafés como el Marina (calle de Jardines, 21, donde debutó Bernardo el de los Lobitos), y por esos años debió producirse el primer éxodo flamenco a la capital (en 1853 estaban aquí Farfán, Luis Alonso, Villegas, María Santísima y muchos otros).
Ya en el siglo XX, Antonio Chacón vino a Madrid, cantó ¡Viva Madrid, que es la corte! y cambió la historia. Primero se instaló en Los Gabrieles, donde Manolete cortaba orejas de noche; luego se fue a Villa Rosa, y cuenta la historia que marqueses, condesas y reyes nocherniegos (AlfonsoXIII) también torearon desde entonces al son de las bulerías del fenómeno, codo a codo con gente como Carlos Gardel, y con la plaza de Santa Ana rebosando de calesas.
Los años veinte fueron fetén: Manuel Torre entrega a Manuel Vallejo la Llave de Oro del Cante en el teatro Pavón (hoy, en proceso de ser reconstruido); cines como el Fuencarral o el Pardiñas programan flamenco sin parar, la duquesa de Alba invita a Liria a la Niña de los Peines y a Chacón para que canten a los reyes de Italia, Marchena levanta pasiones...
Todo desemboca en la moda de la ópera flamenca: el cante se dulcifica y se extiende a los teatros de variétés, llega incluso al Circo Price. La guerra y la posguerra son el páramo. Hasta que de los tablaos surge el renacimiento: años cincuenta, sesenta y setenta; sitios como Zambra, Gayango, Los Canasteros, El Duende, Caripén, Chinitas, Torres Bermejas. Un ambiente insólito de libertad y noctambulismo, donde el aprendizaje se transmite sorbo a sorbo: jóvenes como Morente, El Güito, Mario Maya, José Menese o Camarón se juntan con maestros como Matrona, El Gallina...
Enseguida, el flamenco ayuda al compromiso de la Universidad (Menese, Morente, Manuel Gerena...). Llega la movida municipal (vía Tierno Galván, sobre todo), y ya en los ochenta y noventa, y gracias sobre todo al efecto Camarón, la metamorfosis: lo jondo parece rock en los pabellones de deportes.
Un paseo por bares y lugares para disfrutar una semana jonda
Son los tiempos del Candela y el Casa Patas. Pero no sólo. Madrid es hoy una capital flamenca de gran actividad: se editan revistas como Alma 100 y La Caña, vuelven programas de radio caídos del cartel como Madrid flamenco (de Verdú y Gamboa, en Onda Madrid, los domingos, a las once de la noche), proliferan las academias de baile tipo Amor de Dios (que sigue necesitando ayuda oficial), y los locales nocturnos ofrecen al aficionado y al visitante extraño un gran abanico de opciones para disfrutar del flamenco y de su ambiente inimitable. Sólo hace falta parné (un mínimo de 7.000 por persona y noche ) y ganas de comer, trasnochar, beber y escuchar. ¡Ah!, y que no les engañen los flamencólocos: no hace falta entender de flamenco para disfrutar; el flamenco es una música, un arte para vivir.La ruta para llegar y salir preparado a los conciertos del Albéniz puede empezar a mediodía en Casa Patas, La Torre del Oro o Viña Pe, tres de los restaurantes más flamencos de Madrid. Se tapea o se come a mesa y mantel. Patas es la institución: funciona más de 12 horas diarias (hasta las cuatro o las cinco de la madrugada), y siempre hay música y ambientillo. Las actuaciones han bajado de calidad últimamente, pero son muy dignas para quedar bien con amigos de fuera. Y siempre se puede uno quedar fuera. El Viña Pe es un clásico taurino-flamenco: su dueño es Vitín, ex torero, y no es difícil encontrar allí a aficionados como Bonifacio, pintor de gran valor y empuje. La Torre del Oro está más lejos del centro, pero desde que la familia Morente celebra allí sus cenas merece la pena la visita (contiene fotos).
Tienda especializada
Antes de comer, o después, se puede visitar la única tienda especializada de Madrid, El Flamenco Vive, y comprarse un disco o un libro; luego, dar un paseo hasta la plaza de Santa Ana. Allí, pare en cualquiera de los locales de El Abuelo (hay uno justo enfrente del teatro) y apriétese una gamba y un vino dulce. O si no vaya hasta Casa Manolo, frente a la Zarzuela: croquetas y cañas.
De vuelta a la calle de Echegaray hay que conocer Los Gabrieles, un histórico muy vivo, y dar una mirada al precioso azulejo del Villa Rosa. Ya en el teatro, hay revistas y discos a precios reducidos en el chiringuito de Paco Benamargo (déjese aconsejar: según Morente, es el único que gana dinero en el flamenco).
Y a la salida, varias opciones, más o menos combinables: un copazo en el Cardamomo y/o en el Burladero (nuevo flamenco y flamencos muy guapos, sobre todo en el primero), y luego, al Patas a vivir el posconcierto (casi todos los artistas pasan por allí). Por fin, al Candela hasta que el cuerpo aguante (ya acabaron las redadas).
Pero si es miércoles rinda usted visita a El Mago, donde Carlitos el Taxista, Gamboa y Verdú y el actor Nico Dueñas deleitan a la concurrencia con sus tanguillos de Pinochet. ¡Ah!, y si a todo esto se le hace domingo por la mañana, váyase al Rastro.
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