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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Todo es una colección PONÇ PUIGDEVALL

Todo es colección, todo es una colección, todo es como una colección, y quizá vivir sea tan sólo el deseo de coleccionar el mayor número de instantes propicios o felices antes de que la pasión coleccionista se vea definitivamente truncada. Quise inaugurar la colección de lecturas del año 2000 (leer es coleccionar) con un título emblemático que pudiera actuar de conjuro contra las infinitas tentaciones de la disipación, y no creí que hubiera ninguno más idóneo que Coleccionismo y literatura, el libro que ha escrito Yvette Sánchez alrededor de las dos poderosas obsesiones indicadas en el título, y que terminan imbricándose e intimando hasta el punto de permitir la formulación de una poética coleccionista del todo aplicable a esta colección de colecciones que es la literatura. Quise empezar el año con un símbolo de buenos augurios, pero ante todo me encontré con un catálogo fascinante de curiosidades. Yvette Sánchez no sólo ordena el material acumulado durante la investigación con el rigor que cabía esperar, sino que aquí y allá (en la abundante colección de notas a pie de página, por ejemplo) apunta innumerables anécdotas dignas de convertirse en pretextos literaturizables: cualquier narrador con la imaginación bloqueada hallará aquí argumentos sin fin.Pero si Coleccionismo y literatura seduce no es sólo por esta atracción lateral, sino por la enjundia de capítulos como los dedicados a la historia del coleccionismo o a la psicología del coleccionista. Todo puede ser visto como una colección: los pueblos recolectores, por ejemplo, proveyéndose primero para el consumo inmediato, almacenando reservas más tarde, hasta acaparar finalmente provisiones que van más allá de la mera supervivencia. Es el coleccionismo proveedor, pero también existe el coleccionismo descubridor de los siglos XV y XVI, cuando la curiosidad despierta en el hombre el deseo de insertar en su cultura lo extraño, lo desconocido y lo extraordinario que conlleva el descubrimiento de otros mundos. Y puede hablarse del coleccionismo conservador aparecido con el siglo XVIII, cuando nacen los museos y se prefiere lo antiguo a lo nuevo, cuando se protege lo olvidado y lo amenazado y la caducidad y la necesaria eliminación de los objetos es una consecuencia de la falta de espacio y de tiempo para la clasificación.

Pero siempre hay quien no se deja abrumar y se enfrenta ilusionado a los desechos y a los desperdicios. Todo es coleccionable, y no son pocas las ocasiones en que el coleccionismo roza o se adentra en el territorio de la patología: hay quien reúne cualquier trozo de papel encontrado en las calles, marcándolo con la fecha y el lugar del hallazgo, hasta que la colección llega a tales dimensiones que no le deja ya espacio habitable. Y hay casos como el de aquella mujer senil que no podía separarse del papel higiénico usado y lo guardaba como un tesoro en su bolsa. Múltiples psicoanalistas se han interesado por el fenómeno -Freud, por cierto, era un coleccionista fervoroso, y Jung construía en su jardín castillos en miniatura-, pero no siempre el coleccionismo es síntoma de un estado anómalo. El deseo de propiedad, la necesidad de distracción, el incentivo de superarse o el placer de ordenar es el móvil que rige la pasión de quien colecciona sellos, monedas, cajitas de fósforos (como el poeta Jacques Prevert) o animales disecados (como la actriz Jane Birkin). O libros, también, porque la bibliofilia es uno de los asuntos centrales tratados por Yvette Sánchez. No podía faltar el caso del librero asesino de Barcelona, el mito romántico que atrajo a Nodier y Flaubert, pero legendarios parecen también los casos verídicos de los artífices de bibliotecas descomunales, o los bibliopiratas que sin escrúpulo alguno saquean estanterías ajenas a la búsqueda del ejemplar único y cuyo deseo de posesión es causa de angustias depresivas. Se sobrentiende que el oficio de escribir lleva consigo una fascinación por los libros, pero la exclusividad de la bibliofilia es una rareza: Victor Hugo era un apasionado botánico, Chateaubriand sembraba esquejes de árboles de otros climas, Manzoni vivía obsesionado por las plantas exóticas, Nabokov cazó durante toda su vida mariposas y la frialdad de entomólogo con que Jünger analizaba el mundo quizá provenía de su pasión por los coleópteros: puede que no sea ningún disbarate creer que la manía coleccionista de los escritores influya en su obra.

Todo es como una colección, y leer es coleccionar, de la misma manera que escribir significa incorporar lo leído, los textos coleccionados, a otro texto nuevo. Y como la literatura posmoderna puede leerse como una colección de citas, quizá sería conveniente terminar recordando, como si fuera un aviso, lo que escribió Nabokov acerca de la correspondencia entre la escritura y la lepidopterología: "Descubrí en la naturaleza los placeres no utilitarios que buscaba en el arte. En ambos casos se trataba de una forma de magia, ambos eran un juego de hechizos y engaños complicadísimos".

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