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Chile, treinta años después

Son las ocho de la tarde del 16 de enero. Risas, cantos, bocinazos y exclamaciones de alegría, que se multiplican con rapidez, rompen la calurosa quietud de un domingo de verano en Santiago, tensada ahora por los últimos ajetreos electorales que están decidiendo el presidente de la República para el próximo sexenio.Confirmado el triunfo categórico de Ricardo Lagos, columnas de mujeres y de hombres de todas las edades y de los más diversos sectores de la ciudad convergen en la plaza de la Constitución para celebrar y escuchar al presidente electo, con una espontánea fiesta popular, que se prolongó hasta la madrugada en todo Chile.

No pude sino recordar emocionada la masiva concentración con que, en la noche de un 4 de septiembre de 30 años atrás, ante la sede de la Federación de Estudiantes, en plena Alameda, el pueblo celebró la victoria en las urnas de Salvador Allende, aunque en un cuadro político y en un país muy distintos a los de ahora.

Hoy, Ricardo Lagos, un hombre del socialismo, es elegido para encabezar el tercer gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia (Democracia Cristiana, Por la Democracia, Radical, Liberal y Socialista). Con la misma fuerza moral y política que supo encauzar la lucha de nuestro pueblo contra la dictadura de Pinochet, ha contribuido, decisivamente, al complejo proceso de reconstrucción democrática, comenzado en 1990.

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Se trata de la alianza más perdurable de la historia nacional, que en esta oportunidad ha sido capaz de obtener la renovación de la confianza ciudadana, sobreponiéndose a las adversas repercusiones de la crisis asiática y a la feroz competencia electoral desatada por la derecha.

Ésta usó, sin el menor escrúpulo, toda la fuerza de los denominados "poderes fácticos" para apoyar al candidato presidencial de la oposición: demagogia populista, dinero sin límites, medios de comunicación social,extorsión abierta a los trabajadores por numerosos empresarios y hasta la intervención de algunos oficiales de las Fuerzas Armadas, incluida la presión directa sobre conscriptos que cumplen su servicio militar obligatorio. Todo ello hace aún más significativo el triunfo de Ricardo Lagos y la Concertación.

Éste es el escenario que espera el anunciado regreso de Pinochet, según la disponibilidad para concederle la causal de "compasión", declarada por el ministro británico Jack Straw pocos días antes de la segunda vuelta presidencial.

Lo ocurrido en Chile durante los 15 meses de detención del dictador demuestra que -más allá de lo que algunos pretenden negar- este hecho ha tenido trascendentes consecuencias en nuestra sociedad.

Hasta la fecha de su arresto prevaleció la impunidad de los autores y principales responsables de las tan masivas como brutales violaciones de los Derechos Humanos cometidas por la dictadura militar, encabezada por Augusto Pinochet, tanto dentro como fuera de las fronteras nacionales.

Por supuesto, tan negativa situación no obedeció a la voluntad ni a la negligencia de los dos sucesivos gobiernos democráticos, de los parlamentarios o de los dirigentes políticos de la Concertación. Una transición como la chilena, aherrojada por los "enclaves" de la institucionalidad autoritaria, que no ha sido posible remover hasta ahora, y la defensa incondicional de la impunidad por los partidos de derecha, asociados a los ya aludidos "poderes fácticos", son algunos de los factores que han conspirado contra las demandas de justicia.

Sin embargo, reiteradamente las encuestas han evidenciado que entre el 75% y 78% de las chilenas y chilenos están convencidos de que los atentados contra los Derechos Humanos respondieron a una política deliberada y sistemática del régimen de Pinochet, ejecutada por funcionarios del Estado y financiados con recursos públicos. Por lo demás, así lo demuestran hasta la saciedad las abrumadoras pruebas reunidas por la Comisión Rettig. En todo caso, la opinión mayoritaria (51%) considera, también, que el juzgamiento debe realizarse, preferentemente, en Chile.

Pero, frustrados sus infatigables esfuerzos, los familiares de las víctimas de las violaciones a los derechos y dignidad esenciales de la persona humana no tuvieron otra opción que recurrir reclamando justicia a los tribunales y a la normativa internacionales, particularmente en España. El proceso criminal incoado contra Pinochet por el juez Baltasar Garzón no hace más que dar cumplimiento a la Convención contra la Tortura, que obliga, entre otros, a los tres países involucrados en él: España, Inglaterra y Chile; en este último caso, suscrito por el propio dictador.

Sólo después del 16 de octubre de 1998 los tribunales de justicia chilenos han comenzado a tramitar con decisión numerosas causas criminales por atropellos a los derechos humanos que perpetró el gobierno militar. Algunas nuevas y otras con tan dilatada como accidentada trayectoria judicial: 57 querellas criminales contra Pinochet; enjuiciamiento a los responsables de la caravana de la muerte, del asesinato de Tucapel Jiménez y de la Operación Albania, entre las más impactantes. Por primera vez son procesados cinco generales del Ejército.

Ante el claro pronunciamiento de los sectores democráticos, durante el reciente proceso electoral, incluso el candidato Joaquín Lavín, militante del Opus Dei y hasta hace poco connotado apologista de la dictadura, junto a otros reconocidos voceros de la derecha, comprometieron expresamente su opinión favorable al enjuiciamiento de Pinochet en Chile y afirmaron la existencia de condiciones en el país para hacerlo.

De allí la importancia de la decisión del ministro Straw. No imagino siquiera que él pueda actuar infundadamente, ni menos aceptando una alteración de los hechos. Por lo mismo, es fundamental que los antecedentes médicos sean de conocimiento público. Resulta inexplicable que no se haya consultado a psiquiatras, ni geriatras, ni atendido las objeciones de organismos con el prestigio de Amnistía Internacional. Resoluciones de tanta envergadura no se adoptan sólo administrativamente, sin la intervención de un tribunal y con mucho mayor transparencia.

Si dichos exámenes demuestran que Pinochet se encuentra, efectivamente, en inminente riesgo de morir o que por senilidad o demencia está incapacitado para enfrentar el juicio, no cabe sino aceptar su retorno, por la más elemental razón humanitaria. La misma que él no tuvo para admitir el regreso de Laura Allende, que afectada por un cáncer terminal rogó para poder morir en su tierra. Pero somos muy distintos: tenemos principios y valores profundos que guían nuestras actuaciones.

De todas formas, según la legislación chilena, a diferencia de España e Inglaterra, toda persona, por deprimida o limitada físicamente para desplazarse que se encuentre, si no está demente debe responder ante la justicia por sus actuaciones criminales.

Si no hay capacidad para juzgar a Pinochet en Chile, quedarían en evidencia algunas conclusiones en extremo preocupantes: la transición democrática no sólo se encuentra inconclusa, sino con difíciles perspectivas reales de concluirla; los familiares de las víctimas de las violaciones de los Derechos Humanos tendrían plena razón al buscar justicia en el exterior, y quienes afirmaron que en el país habría condiciones para enjuiciar al dictador, en virtud de la igualdad de todos los chilenos ante la ley, se equivocaron gravemente o, lisa y llanamente, mintieron.

Son demasiadas las experiencias disponibles, en todas las latitudes, demostrativas de que ninguna sociedad puede abocarse a las tareas del futuro con confianza y unidad, sin restañar sus heridas y ajustar debidamente las cuentas con el pasado. No hacerlo así obliga a los sectores comprometidos con los valores de la dignidad humana y la democracia a mantener incansablemente en alto el estandarte de la justicia hasta alcanzarla.

Por eso debo manifestar mi reconocimiento, conjuntamente con el de muchos compatriotas, a Baltasar Garzón, a Joan Garcés, a Manuel Murillo y a todos quienes han posibilitado el enjuiciamiento de Pinochet. Han contribuido poderosamente a enfrentar la impunidad y reavivado las esperanzas en que la justicia es posible. En mi condición de chilena y parlamentaria, nada me alegraría más que poder lograr la justicia en mi país, pues de esta forma estaríamos concluyendo nuestra transición y emprendiendo sobre bases sólidas las construcción de un Chile mejor.

María Isabel Allende Bussi es diputada socialista.

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