New York, New York
La mítica y jovial Filarmónica de Nueva York compareció para su segundo concierto madrileño en Ibermúsica con la idea de que ya había hecho los deberes con solvencia el día anterior, y presentó un programa en el que primaba la concepción festiva desde la opulencia del sonido. Los deberes, en términos musicales, eran la resolución de una gran sinfonía -la imponente Séptima de Bruckner- y la música para dos violas de Sofía Gubaidulina. Tenían libertad, y la aprovecharon, para darse un banquete sonoro con suites procedentes del ballet, de la ópera e incluso, a su manera, del vals. Tenían derecho a lucirse y, claro, se lucieron.Mantiene viva en su esplendor la Filarmónica de Nueva York una manera inconfundible de explicar, de mostrar, casi didácticamente la música. Debe ser que el espíritu de Leonard Bernstein aún no ha muerto y la dimensión comunicativa permanece incluso con frescura y espontaneidad. Luego está el fabuloso sentido del espectáculo que posee la orquesta, su brillante forma de hacer música desde cada instrumento, desde cada grupo, atenta siempre al equilibrio y la compensación de planos. Todos estos parámetros confluyeron en una selección de números del ballet Romeo y Julieta, de Prokófiev, donde los matices de la música más ligados a la danza quedaban relegados en beneficio de la apoteosis orquestal. Y, orquestalmente, aquello sonaba maravillosamente, golpe a golpe, verso a verso, que diría el poeta. La reacción de gozo saltaba inevitablemente al instante, y uno se descubría abandonado al hechizo de una alegría sonora que evocaba, vaya usted a saber por qué, imágenes de resonancias cinematográficas y cosmopolitas.
Orquesta Filarmónica de Nueva York
Director: Kurt Masur. Obras de Prokofiev, Gershwin y Ravel. Ciclo 30º Aniversario Orquestas del Mundo de Ibermúsica. Auditorio Nacional, Madrid. 26 de enero.
Se esperaba que en el cuadro sinfónico de Porgy and Bess deslumbraran. No hubo sorpresas: deslumbraron, y de qué manera, con un desparpajo y un virtuosismo apabullantes. Y se tenían dudas sobre qué iban a hacer con La valse, de Ravel, y, en efecto, fue allí donde bajaron el nivel, entre otras razones porque no encontraron el grado necesario de idiomatismo y de sentido del humor, con lo que aquello sonaba un poco pretencioso, lánguido y hasta superficial, sin renunciar por supuesto en ningún momento a la excelencia sonora.
Con unas y otras cosas, el concierto dejó en la audiencia una sonrisa colectiva y una sensación de bienestar.
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