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Tercio excluso

LUIS MANUEL RUIZ

Parece que la razón humana no puede pensar sino a través de dicotomías: por la vía bifurcada de dilema, siempre a través de caminos que se divorcian en algún punto de su trayecto para desembocar en senderos opuestos, irreconciliables. Durante siglos, religiones y filosofías se han servido del dualismo para ilustrar sus esquemas del universo, dibujándolo como campo de encuentro en que se dirimía el pulso entre dos fuerzas eternamente enemistadas. Pero igual que ha servido a las más vetustas mitologías, ha obtenido cumplido éxito en la turbulenta historia de la razón: la lógica, según el Organon de Aristóteles, cuenta entre sus primeras cláusulas con el famoso apotegma del tertium non datur o tercio excluso, según el cual todo enunciado posee dos únicos valores de verdad, sin que le sea posible un tercero. Siguiendo el movimiento del péndulo o contemplando la alternancia de estaciones, los hombres hemos concluido que todo debe se par, que todo debe funcionar a base de la alternancia de opuestos: así en el amor, que es el encuentro de sexos antagónicos, como en la muerte, que se enfrenta a su perenne rival, la vida. Y la política, como los poemas, es un capítulo de uno o de la otra.

Desde los primeros balbuceos de nuestra democracia quiso alertarse al electorado de los peligros del bipartidismo: las agrupaciones dejadas en la sombra ponían el grito en el cielo cada vez que el combate en el ruedo político se reducía al pugilato de dos candidatos, cabezas visibles de las dos principales siglas que iban a repartirse el pastel de los escaños. Pese al denuedo que siempre ha puesto IU en denunciar ese aparcamiento de toda la atención electoral por parte de los partidos mayores, los resultados en las urnas han terminado, también siempre, por aclarar que la política es conservadora y que nada sabe de tríos ni promiscuidades varias. La atención a las candidaturas minoritarias que en estos días ha prometido Canal Sur suena a un irónico acto de limosna: demos los juguetes a los niños para que no se aburran mientras los adultos hablamos de cosas serias. Porque el verdadero combate no se libra en los espacios obligatoriamente cedidos por las cadenas institucionales para repetir eslóganes, sino en los duelos a puñal descubierto que se producen en las televisiones privadas y a las que los candidatos no están seguros todavía de si exponer su integridad.

Quizá la mente humana no esté hecha para dispersarse demasiado y por ello prefiera concentrar su atención en dos puntos del espacio a perderse en los vacíos de la pura indeterminación. Más allá de dos, los números son vagos: Dios es sagrado y misterioso porque es tres. Más que vencer a PP y PSOE, más que rebatir sus planteamientos de castillo de naipes, un hipotético tercer partido tendría que vencer la inercia que arrastran, como en una malévola apropiación de las leyes de Newton. Habría que enseñar a toda la población que votar a un tercero es tan pausible como hallar un tercer grado entre lo sólido y lo gaseoso, un sentimiento fronterizo entre el entusiasmo y la apatía: de donde se colige que no nos enfrentamos a una cuestión de pedagogía política, sino a una tarea tanto menos atendible cuanto más elevada: un alemán del siglo XVIII la llamaría educación espiritual de la Humanidad.

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