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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Donde Christo perdió el "ranking"

Presa de un lacerante sentimiento de culpa desde que oí a Ferran Mascarell decir que los barceloneses no pisamos los museos de nuestra ciudad, pero nos precipitamos a besar el santo cuando vamos a Londres, París o Berlín, hace unos días me decidí a ser computada en algún museo barcelonés para mayor gloria de nuestras autoridades, que a juzgar por la avidez con que escrutan los rankings de audiencia museísticos, diríase que confunden los museos con El patito feo y a Pistoletto con el último novio de Ana Obregón.Pletórica de ilusión ante la idea de reanimar nuestras míseras estadísticas, me encaminé pues hacia el auditorio del Macba, donde Christo, ese tipo archifamoso que se dedica a empaquetar edificios, puentes, parques e islas, iba a presentar varios de sus proyectos junto con su mujer, Jeanne-Claude. "Será divertido", les decía a los amigos a quienes había conseguido arrastrar conmigo para incidir con mayor ahínco en los índices de visitantes. Y vaya si fue divertido. Por lo pronto, nada más llegar frente a la puerta del auditorio nos topamos con una amotinada multitud de frustrados, estupefactos y cabreados consumidores de arte y cultura. Algunos se adiestraban, con excelentes resultados, en el arte de la imprecación y el vituperio. Otros sonreían en silencio y su sonrisa era el más elocuente tratado de escepticismo sardónico. ¿Que cuál era el motivo de tanto cabreo? Pues que en el auditorio no cabía ya un clavo y nos habían cerrado la puerta en las narices. La chica encargada de contener a la encorajinada masa nos miraba angustiada. ¿Serán violentos los consumidores de arte y cultura cuando se les niega la dosis?, parecía preguntarse mientras reiteraba una y otra vez su negativa a dejarnos pasar. Yo me preguntaba a quién se le había ocurrido que un megacrack como Christo no atraería a más del centenar de personas que caben en el auditorio. Aunque, a decir verdad, siempre que he acudido a algún acto organizado en esa sala, he tenido que sentarme en el suelo por overbooking. Y eso que los obsesos de los rankings se llenan la boca sosteniendo que a este tipo de actividades acuden sólo cuatro gatos.

Conviene aclarar, para aquellos que jamás han puesto un pie en el auditorio del Macba, que llamar auditorio a ese lugar -situado en una especie de lúgubre sótano con aire de catacumbas y que originariamente debía de ser poco más que el cuarto para guardar la lejía y el mocho- es un acto de misericordia cristiana de los que le hacen a uno ganar una parcela en el cielo.

Ocurre que, cuando proyectó el edificio, Meier se olvidó de poner sala de actos y a las autoridades competentes no se les ocurrió recordárselo, lo que confirma una vez más la vieja sospecha de que en este país, que tanto gusta de una política cultural de fachada para afuera y de aparatosas construcciones vacías de contenido -me refiero a ideas-, los museos son oropeles que le cuelgan al poder sin que el poder sepa muy bien qué hacer con lo que concibe únicamente en términos de audiencia, es decir, de espacio publicitario y propagandístico. Y la verdad es que si lo único que se pretende es subir audiencias, no sé qué diablos hacen montando exposiciones y poniendo a alguien de la solvencia de Manolo Borja al frente del cotarro: que suelten a Ana Obregón o a cualquier otra bestia mediática por el estilo y le hagan correr y chillar un poco, rampa arriba, rampa abajo.

Pero si el auditorio del Macba es un no-espacio, o un espacio para la tragicomedia, y parece que así seguirá a falta de dinero (recordemos que el Macba tiene un presupuesto ridículo comparado con cualquiera de sus homólogos), ¿alguien ha visto la famosa biblioteca de arte, urbanismo, diseño y cultura contemporánea que debía alojarse en el Convent dels Àngels y reunir los fondos documentales del Macba, el Centro de Cultura Contemporánea y el FAD y que, según las previsiones más pesimistas, debía estar acabada en el 2000?

Conclusión: como especie amenazada y en vías de extinción, el usuario de museos está aún peor que el lince ibérico, al que, por lo menos, Adena le echa conejos y liebres en los que hincar el diente.

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