El retorno de los chiflados
Las manifestaciones contra la cumbre de la Organización Mundial de Comercio en Seattle han alcanzado mayor repercusión que el propio fracaso de la cumbre. Particularmente alarmados se sienten algunos observadores al advertir la escasa racionalidad con la que los manifestantes culpaban a la inofensiva OMC de casi todos los males de este mundo, sin recatarse de admitir, por otra parte, que carecían de soluciones o alternativas para tales males. Frente a los argumentos racionales a favor del libre comercio, frente al consenso general sobre los males del proteccionismo, las protestas de Seattle supondrían el triunfo de la irracionalidad.Para evitar una conclusión tan desconsoladora, siempre cabe el recurso a las singularidades culturales de Estados Unidos. Que un filósofo anarquista sobreviviente del Berkeley de los años sesenta, John Zerzan, se haya convertido después de Seattle en un personaje de moda, con su evangelio antitecnológico y anticonsumista, no es algo fuera de contexto en un país en que la joven Julia Hill desciende de una secuoya de 600 años, en la que ha permanecido encaramada durante 24 meses para impedir su tala, convencida, gracias a su acuerdo con la Pacific Lumber, de que incluso los más duros conflictos pueden resolverse si buscamos en nuestro corazón. Y explicando que este principio se lo ha comunicado la propia Luna -nombre familiar de la secuoya- en sus solitarias conversaciones de estos dos años.
A los defensores de la racionalidad no parece bastarles esta explicación cultural y se sienten más proclives a culpar a la izquierda, o al menos a responsabilizarla. Nos dicen que ninguna persona seria de izquierdas debería apoyar a estos chiflados, o que la socialdemocracia apunta en la misma línea de irracionalidad cuando reclama mayor control político sobre la economía. Aquí existe, evidentemente, un equívoco. Es bastante dudoso que los manifestantes de Seattle conocieran realmente los escritos de Zerzan, pero es casi seguro que no tienen la menor idea de lo que pueda ser la Declaración de París, y tampoco es probable que estén interesados en las propuestas de la Internacional Socialista.
Son un nuevo tipo de chiflados, aunque algunos no sean ya jóvenes. Y ése es el problema al que los defensores racionales del mercado deben hacer frente: sus argumentos contra el intervencionismo estatal o sobre los límites de la socialdemocracia pueden impresionar más o menos a quienes veían en el neoliberalismo de los años ochenta un retroceso histórico, pero no a quienes han pasado casi toda su vida adulta en un mundo dominado por la nueva ortodoxia del mercado. No tiene sentido intentar convencerles de que sería malo volver al pasado: no es eso lo que pretenden, porque en buena medida desconocen el pasado más reciente. No sólo están chiflados, sino que son bastante ignorantes: casi lo único que saben es que este mundo no les gusta.
Aquí es donde es preciso que los intelectuales afinen sus argumentos. Por ejemplo, para expli-carles que el incremento de la competencia nos beneficia a todos como consumidores, y que la pérdida del puesto de trabajo, la precariedad en el empleo o el estancamiento de los salarios son riesgos menores ante ese beneficio seguro. Que la libre circulación de capitales permite altas tasas de inversión y crecimiento y que los reveses temporales -como la devaluación mexicana de 1994-1995, y sus secuelas en Argentina, o la crisis asiática de 1997, o la bancarrota rusa de 1998- son sólo incidentes menores, motivados por los errores de los políticos -los mercados no se equivocan-, y que cuando afectan también a países ejemplares, como Chile, son pruebas que los mercados les envían para llevarles a la perfección.
Los defensores de la racionalidad del mercado tienen la tarea fácil cuando critican la ausencia de alternativas. Pero pueden tener más dificultades para convencer a gente poco versada en política económica de que debe aceptarse una racionalidad que se lleva por delante, en una semana de tormenta monetaria, el 60% del ingreso real de los ciudadanos en un país que llevaba una década de ajuste y reformas estructurales. O para convencerles del carácter positivamente revolucionario del mercado, que destruye las ineficiencias de las empresas y explotaciones tradicionales, pero no integra en una nueva economía estable a quienes se ganaban la vida en ellas. La destrucción creativa es sólo una bella expresión cuando quienes padecen la destrucción no se benefician de la creación.
¿Cabe temer que la chifladura de Seattle sea un signo más de la inminencia del milenio? Seguramente, no. Lo que puede inquietar es el cambio que revela en algunos sectores de la opinión pública y el efecto catalizador que puede tener para acelerar ese cambio. Han pasado 20 años desde que la señora Thatcher inició su cruzada, y lo que entonces era un desafío a las ideas dominantes, ahora es la verdad establecida, una ortodoxia contra la que cada vez será más normal que se alcen voces de protesta o de crítica, y no necesariamente constructivas. La pretensión de que la socialdemocracia explique a quienes protestan que no hay alternativas, que no hay más racionalidad que la del mercado, no sólo es absurda: es inútil.
Y el problema no es sólo el cambio en la opinión pública, sino el cambio perceptible también entre los expertos dedicados al diseño de las políticas posibles. Cuando se volvió a hablar de controles sobre el movimiento de capitales, con motivo de la crisis asiática, la ortodoxia formuló una condena unánime y pronosticó desastres. Pero Malaisia se ha recuperado, y no es evidente que la amenace ninguna catástrofe inmediata. Hablar del impuesto Tobin, hace sólo unos años, era algo así como contar historias de aparecidos en torno a un fuego de campamento. Ahora se habla, al menos, con cierta seriedad. Hay bastantes síntomas que apuntan a la necesidad y la posibilidad de una reforma institucional, política, que reduzca las incertidumbres de los mercados globales.
No es una alternativa a la lógica del mercado, pero tampoco es una chifladura. Seguir insistiendo en las ideas de hace veinte años, como si efectivamente se hubiera acabado la historia, resulta, en cambio, un poquito conservador.
Ludolfo Paramio es profesor de investigación en la Unidad de Políticas Comparadas del CSIC.
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