Una costosa comodidad
La anunciada decisión del ministro del Interior británico, liberando a Pinochet por motivos humanitarios, basándose en un informe médico confidencial, resulta tan cómoda, tanto, que acabará por traer malas consecuencias para todos a quienes ahora ha suministrado momentánea tranquilidad.Jack Straw ha dicho en los Comunes que el dictador no está en condiciones ni siquiera de entender los cargos judiciales que se formulan contra él, tampoco de asistir al juicio. En cuanto el sátrapa llegue a Chile y se levante, como Drácula, de la silla de ruedas, el ministro tendrá que volver al Parlamento a explicar esa resurrección. Por otro lado, el primer ministro, Blair, dijo en su día que las decisiones que habría de tomar el Gobierno británico en este asunto no serían políticas, pero han acabado por serlo. Y, tratándose de un acto ministerial, no podía ocurrir de otra manera. Que las presiones de los Gobiernos de Chile y España han impulsado la decisión escapista tomada por el británico es una evidencia. Al fin y al cabo, la "salida" médico-humanitaria fue propuesta por el Gobierno de Chile y es ésa la vía de escape que, al final, ha escogido Straw. "Salida" que ha sido criticada dentro de su propio partido, el laborista, y, paradójicamente, también por la oposición. Cuando, el 26 de marzo de 1999, la señora Thatcher visitó a Pinochet en su humilde residencia de Surrey (dos millones y medio de pesetas de alquiler mensual) y dijo encontrarse allí, junto al dictador, "muy a gusto y feliz", los laboristas no dudaron en calificar a los torys como "el partido de Pinochet". Y, dado que las palabras las carga el diablo, los conservadores no van a perder ahora la ocasión de recordárselo.
El Gobierno de Chile, desde el 16 de octubre de 1998 -día de la detención de Pinochet en Londres-, tomó la bandera de la soberanía nacional. "Si Pinochet ha de ser juzgado, lo será en Chile", ha sido la consigna de la Concertación (democristianos y socialistas). Nadie podrá negar al presidente Frei, y a Insulza o a Valdés (ministros de Exteriores y socialistas) sus esfuerzos para conseguir que Pinochet volviera a Chile. Entretanto, Lavín, el candidato de la derecha chilena a la presidencia de la República, con gran soltura de cuerpo y sobrado cinismo, ha estado asegurando durante la campaña electoral que Pinochet era el pasado y él (Lavín) sólo se ocupa del futuro.
Los efectos del caso Pinochet sobre los resultados electorales en la primera vuelta de las presidenciales, en la que saltó la sorpresa y prácticamente igualaron Lagos y Lavín, constituyen una pura especulación, pero no parece que la actitud "firme y nacional" por parte de la Concertación en el asunto Pinochet le haya aportado muchos votos a Lagos, quizá sea más cierto lo contrario. Queriendo evitar el debate sobre Pinochet, se ha diluido una diferencia sustancial entre los dos candidatos, dando ocasión a que Lavín, un oportunista de tomo y lomo, se sacudiera las pulgas pinochetistas y se lanzara por la vía del populismo, como quien lava, ignorando un pasado que, además, según él, no le concierne.
Ahora, ante el anuncio de Straw, ambos, Lagos y Lavín, han coincidido: "Es un asunto de los tribunales", han dicho a coro. Lavín, por su parte, metido en el desmarque y el descaro, ha llegado a decir que Pinochet "es un chileno como cualquier otro y, si tiene cuentas pendientes con la justicia, debe afrontarlas". Si al final Pinochet vuelve de su largo viaje, entonces se podrá comprobar si el general es un chileno como los otros o sigue siendo algo más. En todo caso, la Fundación Pinochet, ante tal desplante, anunció que "Lavín va a pagar su traición en las urnas", pero no dijo cómo.
Santa Teresa escribió que el piadoso se arrepiente de sus plegarias cuando son atendidas y, si Ricardo Lagos alcanza la Presidencia (¡y ojalá sea así!), probablemente tendrá ocasión de arrepentirse de sus ruegos a favor de la vuelta del ausente. Lo han anunciado los militares reunidos en cónclave: "La institución espera que esta situación se tome con prudencia", eso han dicho ahora los milicos, sin alzar la voz para que no resuene en Londres, pero en cuanto Augusto retorne vencedor, toda Roma se va a enterar de lo que vale un peine. Porque el verdadero problema radica en que la Constitución chilena es, en parte, una Carta otorgada por la dictadura en la cual, en contra de los principios democráticos, la institución militar constituye un poder del Estado. Una situación jurídica que la derecha chilena se ha negado reiteradamente a modificar, usando para la obstrucción antidemocrática de su minoría de bloqueo, obtenida mediante un sistema electoral pintoresco. Una derecha que no se ha recatado en considerar legítimo el golpe de Estado, el de 1973 y, de paso, cualquier otro que pudiera urdirse en el futuro. Y esta actitud cavernaria sí que constituye un desastre nacional.
En todo este maldito embrollo, también el Gobierno español, aparentando mirar para otro lado, queriendo quitarse el muerto de encima, se ha dejado pelos y piel en la gatera. Primero fue el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Eduardo Fungairiño, que, en una nota entregada a la Junta de Fiscales, escribió que las juntas militares de Argentina y Chile "no pretendían sino la sustitución temporal del orden constitucional establecido con el fin de subsanar las insuficiencias del Estado democrático para mantener la paz pública". Luego, para acabar de arreglarlo, Jesús Cardenal, fiscal general del Estado, pretendió justificar a los golpistas en Argentina al señalar que el Ejército intervino por orden de la presidenta, María Estela de Perón, olvidando que ésta fue desalojada de la Casa Rosada por los militares. Poco después habló Manuel Fraga para defender a estos fiscales, justificando los golpes de Estado con el argumento de que, tanto en Chile como en Argentina, se vivía una guerra civil larvada, iniciada, claro está, por los "izquierdistas". Poco después, Álvarez Cascos dijo que Fungairiño era atacado "por los que en el plano judicial buscan eludir sus responsabilidades". Y, por fin, ese fino estilista que es el ministro de Exteriores, Abel Matutes, se metió en un enredo, e intentando quedar bien con todos, a todos defraudó. El Gobierno chileno, sintiéndose burlado, puso el grito no tanto en el cielo, sino en otras partes más dolorosas para los intereses empresariales españoles en Chile, los únicos que, al parecer, preocupan al Gobierno español. Todo un éxito de la diplomacia matutina.
Se puede imaginar un final optimista para esta larga y triste historia. Sería aquel en el cual Pinochet regresa a Chile, es encausado y durante el proceso no sólo se aclaran los asesinatos; también, quienes saben cuándo y cómo desaparecieron los cadáveres lo confiesan. De ser así, se estaría en la vía de la reconciliación nacional, pero quien esto escribe, quizá menos crédulo, tiene la sensación de que estamos contemplando un enjuague más que una solución política. Porque la clave no es Pinochet, ni la soberanía de Chile, ni los apuros, reales o imaginarios, de los empresarios españoles ni las relaciones diplomáticas, sino que el verdadero problema son las víctimas. O, mejor dicho, la exigencia de justicia que las víctimas reclaman. ¿Esa justicia puede impartirse hoy en Chile? Conviene recordar que una norma pinochetista amnistió los delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura. Miles de personas fueron asesinadas y en muchos casos las familias de los muertos fueron privadas hasta del duelo, pues los cadáveres siguen sin aparecer.
Para que las víctimas lleguen a perdonar a sus verdugos, éstos han de realizar el ejercicio previo de pedir perdón a sus víctimas; es decir, han de admitir que aquéllas murieron, fueron torturadas, enviadas a la cárcel, al exilio, a la fosa común... sin causa legítima alguna. Y esto es lo que ni Pinochet, ni los sicarios a sus órdenes, ni sus jaleadores de la derecha chilena están dispuestos a realizar. En estas condiciones es inimaginable alcanzar la deseada reconciliación. Por eso, en aras de la justicia y la reconciliación, muchos pensamos que todo iría mejor si Straw, oídas las alegaciones, volviera a dejar que las cosas siguieran su curso judicial. Claro está que para que Straw atienda las alegaciones, el Gobierno español ha de tramitarlas, y eso está por ver.
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