Requiem
La espina de los chopos rasga con sus estrías blancas la niebla matutina. Cada noche, ese velo translúcido se transforma en un intenso olor a leña quemada. Ahora, casi al amanecer, borra los contrastes y delimita superficies desnudas, el muro de una granja, la barrera de cipreses, la garra negra de los manzanos en espaldera. Al fondo se perfilan las Gabarras grises contra un cielo que parece encendido por luz eléctrica. Parejas de urracas rompen el camino y alzan torpemente el vuelo, pero una vez remontadas se dejan caer sobre las ramas trazando la sinusoide perfecta de una cometa. Pinzones y petirrojos picotean el margen de la carretera, mudos y arrebujados en su plumaje. Desde el poste de telégrafos vigila el viejo aguilucho con su cabeza hundida entre las alas. Pero no son los árboles, ni los pájaros, ni siquiera la neblina azulada, lo que da carácter al paisaje de invierno sino un silencio cuya potencia nos invita a concebir otro silencio más temible y temido. Trato de entenderlo desde un puente casi enterrado por los zarzales que empujan y desordenan sus sillares. Este puente le habría gustado a José Antonio.Para los antiguos, el invierno es la época del sueño y del silencio. Koré, la diosa fértil, la muchacha que lleva en su mano una granada, desciende al mundo de los muertos para cumplir su contrato con Hades, señor del subsuelo. Cuando Koré concluya su hibernación y asome de nuevo a la superficie, las simientes reventarán y los jugos vitales volverán a correr por la médula de los chopos. Pero ahora, en enero, los rastrojos duermen cubiertos por una manta verde de moho y musgo. El mundo de los muertos, para los antiguos, era el invierno perpetuo. Silencio, movimiento escaso, palidez, luz vaga. Un lugar en eterno reposo. Pero siendo la eternidad una inmutable constante, la presencia cíclica de Koré, la inmortal que reside seis meses en el Averno, ha de traer consigo una transfiguración del hogar de los muertos.
Quizás por ello también haya una primavera en el mundo subterráneo, cuando la diosa fértil comparte su reposo con los cuerpos transparentes y las respiraciones sutiles. Quizás en este enero hay una primavera silenciosa para José Antonio Fernández Ordóñez, el amigo que ahora sabe más y ya conoce todo lo que nosotros ignoramos.
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