Huérfanos
LUIS MANUEL RUIZ
Soy distraído. Uno va dando tumbos por la calle, respetando las aceras en lo posible, atravesando los debidos pasos de cebra, con el pensamiento tratando de asir la cola de un ovillo que termina en planes para las vacaciones, cuentas de fin de mes, libros a medio leer, y no tiene oportunidad de presenciar cómo el universo se altera a su alrededor, cambia imperceptiblemente, gira en su arquitectura como el vidrio floral de un calidoscopio. Así, paseo durante las últimas fiestas por el centro de Sevilla abstraído en no sé qué pedazo de cosa cuando advierto, a mi izquierda, que una de esas mutaciones estupefacientes se ha producido: el cine Florida ha sido sustituido por un abominable supermercado. Parece uno de esos temores o fantasías que se deshacen cuando uno los recorre dos veces, pero el obstinado bloque de cemento blanco sigue allí, usurpando el espacio donde estiré las piernas en la oscuridad y apreté alguna mano grasienta como la mía, después de dejar a un lado la bolsa de palomitas. Le confieso mi horror a algún amigo en algún bar y él ratifica la evidencia: soy distraído. Me dice que el Rialto ha sido también defenestrado y que su soportal lo ocupa ahora una abusiva cadena de comestibles vernácula. Me acerco corriendo al lugar, hay cosas de las que es preciso testimonio ocular. Aquel cine salió de mi vida con la misma falta de educación, sin que mediara apenas el saludo reglamentario: se hunde la chalana llevando apretados entre las junturas trozos de una memoria que no podrá devolverte.
De las muchas especies extinguidas con las que cuenta nuestro planeta, a mí me preocupan los cines. Hablo de los cines de verdad, no de esos armatostes virtuales con línea de nave espacial con que tratan de paliar su ausencia. Eso es: cines de luz de neón, cines sucios con parqué en los rincones, cines con ambigú y chocolatinas revenidas, donde no te atreves a pedir un vaso de agua por no envenenarte con el óxido. No extraño el cine, sino los cines; no la luz sobre la pantalla y sus enormes actrices gritando por los altavoces, sino la sede caduca en que ese milagro tenía lugar. Las películas son como las almas desagradecidas que peregrinan de local en local, abandonando esos cuerpos achacosos cuando el tiempo los humilla, los entrega a la empresa de derribos, los cambia por comerciales: las películas y los decorados sobreviven en los bingos gigantes que son los nuevos multicines y en las parrillas de televisión, pero los zaguanes que les prestaron refugio por vez primera son carne de inmobiliaria.
Y a esta altura quien me lee se habrá resignado al enésimo tópico plañidero sobre la agonía del cine que tanto han explotado Woody Allen, Aute, hasta Serrat. Sí, quizá sea eso, esa nostalgia boba que no encuentra salida, un sentimiento de tango a bocajarro del que no cabe desembarazarse. Pero yo añoro los cines, y no la empresa oropelada que se sirve de sus espaldas para sostenerse por todo lo alto. Aplastando cada uno de aquellos supervivientes, las ciudades matan mariposas en nuestras memorias: el Regina, el Pathé, el Azul, el Delicias. Quién se encargará ahora de acariciarnos el recuerdo, quién alimentará la nostalgia del polvo, la tapicería raída, algún cigarrillo clandestino en la sesión de las doce y media. Cuando terminen de cerrar el Avenida, todos seremos huérfanos. Más huérfanos todavía.
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