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Estado democrático y economía de mercado

Emilio Lamo de Espinosa

Tan arbitrario es celebrar el fin de año el 31 de diciembre en lugar de, por ejemplo, el 12 de agosto (que es mi cumpleaños) como conmemorar el fin del milenio en 1999. También hoy, 3 de enero, comienza un nuevo milenio y cada día es el primero del resto de nuestras vidas. Cualquier momento es, pues, bueno para hacer balance. Pero, si observáramos este siglo que ahora acaba con unos prismáticos puestos del revés para tener distancia y perspectiva, quizás podríamos percibir una oscura lógica explicativa del bien llamado corto siglo XX, ése que comenzó propiamente en 1914 para acabar en 1989, con la caída del muro de Berlín y el bicentenario de la Revolución Francesa, un siglo que ha acabado de enredar a todos los pueblos del planeta en una historia única.Pues el gran debate histórico que salda el siglo XX es, de una parte, el que oponía las autocracias o los totalitarismos a los regímenes liberales y a las democracias y, de otra, el que oponía las economías estatalizadas, centralizadas y reguladas por el Estado a las economías abiertas o de mercado. La Gran Guerra acabó con los imperios, las autocracias, asentando en su lugar democracias inestables que pronto cayeron en totalitarismos, de derecha o de izquierda, la mayoría destruidos también en la Segunda Guerra Mundial. Si la primera fue una guerra civil de Occidente, la segunda lo fue del mundo entero.

La posterior guerra fría y la descolonización extendieron el doble debate sobre la forma del Estado y la forma de la economía, fagocitando a todos los países en uno u otro bando y obligándoles a occidentalizarse, ya fuera de acuerdo con el modelo soviético o con el norteamericano. Pero después de la primavera de Praga, en 1968, cuando los tanques soviéticos arrasaron la libertad de los checos, ya sólo quedaba esperar. Desde entonces sólo el Estado democrático es legítimo y la tercera ola democratizadora se hizo imparable.

Otro tanto ocurre con la economía de mercado. En 1993 uno de los gurús del management, Peter Drucker, publicó un libro de título insensato: La sociedad post-capitalista. De los muchos "post" que conozco (post-industrial, post-burguesa, post-moderna, post-emocional o post-fordista, por citar algunos) éste es, sin duda, el más bobo. ¿Qué es la globalización sino la fase final del triunfo mundial de la economía capitalista de mercado? No estamos de ningún modo más allá del capitalismo y quien quiera entender la lógica expansiva del capital financiero haría bien en repasar no pocos textos de Marx, tan actuales en esto como los de Tocqueville sobre la democracia.

No es casual el triunfo conjunto de estas dos formas institucionales. Pues Estado democrático y economía de mercado no son dos órdenes institucionales distintos que pueden o no darse juntos, sino una y la misma cosa vista desde perspectivas distintas. La democracia es la forma política de una economía de mercado como ésta es la forma económica de un Estado democrático. Una y otra reposan en la libertad, del votante o del consumidor. La última crisis asiática o la corrupción generalizada de países como Rusia y tantos otros ponen de manifiesto que capitalismo sin instituciones reguladoras y controladoras, sin funcionarios o jueces independientes, sin opinión pública y medios de comunicación libres, es pura corrupción. En última instancia son las instituciones del Estado las que generan y sostienen un mercado transparente, y no al revés, como ha tenido que aceptar el Banco Mundial.

El siglo que ahora termina ha servido, pues, para zanjar esa vieja polémica al coste nada escaso de varios cientos de millones de personas. Hoy no tenemos alternativa alguna, ni al Estado democrático ni a la economía de mercado. Y ese doble triunfo, junto con la institucionalización de la ciencia, es probablemente uno de los grandes éxitos civilizadores del siglo que ahora acaba. Hoy nos enfrentamos, como es lógico, a las consecuencias no queridas de ese doble y simultáneo triunfo. Si el mundo se nos ha mundializado, y no sólo económicamente, la democracia sigue teniendo bases locales, de modo que los problemas se escapan cada vez más de su ámbito efectivo de decisión. No es la UE sólo quien padece un déficit democrático sino el mundo entero.

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