Fin de milenio
KOLDO UNCETA
Ya tenemos a la vuelta de la esquina el esperado y a la vez temido año 2000. Hace exactamente un milenio, cuando transcurría el año 999 posterior al nacimiento de Cristo, los territorios del mundo habitados por sus seguidores se vieron sacudidos por el miedo despertado por quienes exhortaban a las gentes, asegurándoles la proximidad del fin del mundo. Llegado el año mil, transcurridos diez siglos desde el inicio de la cristiandad, habría de venir el Juicio Final en el que unos serían castigados con el fuego eterno y otros recompensados con la gracia divina.
En este 1999 del calendario gregoriano, así conocido por ser el papa Gregorio XIII quien, a instancias del Concilio de Trento, modificó el anterior que databa de la época de Julio Cesar -de ahí que haya pasado a la historia como calendario juliano-, en este 1999, digo, también se han oído las voces de nuevos milenaristas que anuncian el fin del mundo u otras calamidades, habiendo elegido muchos de ellos las resonancias bíblicas de las plazas y calles de Jerusalén como marco más propicio para propagar sus admoniciones.
Pero, con todo, la auténtica calamidad que nos persigue en estas fatídicas fechas es el conocido como efecto 2000, el cual puede hacer que se caigan los aviones, se paren los ascensores, se apaguen las calefacciones, enloquezcan los semáforos, y hasta que se disparen los cohetes de los arsenales nucleares. Cataclismos diversos, anunciados desde esa nueva devoción de nuestros días que es la informática. Es el nuevo milenarismo, más acorde con los tiempos actuales, dispuesto a amargarnos la existencia con sus apocalípticas amenazas.
Mucho se ha hablado, en efecto, del colapso informático que nos acecha. Los gobiernos han dispuesto planes especiales, las empresas han tenido que gastar cuantiosas sumas para prevenir la amenaza, los ciudadanos de a pie temen volar o coger el tren en los días previos y posteriores a la fecha fatal. Sin embargo, poco se ha hablado de esa parte de la humanidad que no va a cambiar de milenio. De esos cientos de millones de seres humanos cuyos países se rigen por calendarios diferentes del que la cultura occidental ha ido extendiendo a lo largo y ancho del mundo, desde Gregorio XIII hasta nuestros días. Por ejemplo, de quienes se guían por el calendario musulmán, el cual, como es sabido, tiene como punto de arranque el 16 de julio del año 622 de la era cristiana, en recuerdo de la hégira de Mahoma desde la Meca a Medina. ¿Estarán también los sistemas informáticos de Kuwait, o de Irán, amenazados por el efecto 2000?
Parece claro que para nosotros no existe más calendario que el que marca nuestra existencia, sin reparar en que el mundo es algo más amplio y complejo. No estaría mal que hubiera un único calendario, una única moneda, unas únicas medidas. Pero lo cierto es que hay personas que pagan en rupias, gentes que piden la gasolina en galones, y otras, en fin, para las cuales nuestro próximo uno de enero será simplemente un día cualquiera mediado el año 1367. Y mientras eso siga así, no estaría mal que fueramos un poco más conscientes de ello. Hace unos días, ojeando un informe de Naciones Unidas, me encontré de nuevo con diversas y machaconas referencias al fin del milenio. ¿Cómo serán leídos informes de ese tipo por quienes no se rigen por nuestro calendario gregoriano? ¿No se supone que las Naciones Unidas representan al conjunto de la humanidad?
En fin, deseémonos mejores tiempos independientemente del calendario. Unos tiempos en los que, ya cambiemos de año, de siglo, de milenio, o simplemente de día de la semana, pueda irse abriendo camino un sentido de la vida más solidario y más laico, capaz de encontrar alternativas para el mundo en que vivimos, antes que grandes propuestas para un mundo mejor. Salud.
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