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Tribuna:LA LEY DE RIESGOS LABORALES
Tribuna
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Renovarse o morir

La Ley de Prevención de Riesgos Laborales, cuya promulgacíón era necesaria por nuestra Constitución y por los compromisos internacionales, ha sido fruto de un largo y complejo proceso de negociación entre los sindicatos, las organizaciones empresariales y la Administración, finalmente sancionada por el Congreso de los Diputados. Cuando fue promulgada, en noviembre de 1995, fue saludada como el instrumento que permitiría a España abandonar por fin el penoso liderazgo de la Unión Europea con mayor número de accidentes de trabajo y con más graves consecuencias.Sin embargo, pasados cuatro años, estas esperanzas se han visto frustradas por la terca realidad de unas cifras de accidentes crecientes año tras año, por un número también creciente de los accidentes con más graves consecuencias y por mayores pérdidas de jornadas de trabajo. En el periodo 1995-1998, los accidentes con baja en el lugar de trabajo han pasado de 589.661 a 752.882, con un crecimiento del 27,7%; los accidentes mortales han aumentado de 982 a 1.071, un 9,06%; el número de jornadas perdidas por estos accidentes ha crecido en 1.000.000, alcanzando la cifra de 15.489.913 días de trabajo, lo que equivaldría a mantener continuamente en paro a una empresa con 70.000 personas en su plantilla. El avance de los datos de accidentcs acaecidos en los nueve primeros meses de este año hacen temer un crecimiento entre el 10%-20%, en relación con las cifras del año pasado.

Este incremento en la siniestralidad ha generado una cierta alarma en la sociedad y ha motivado su análisis, desde muy distintas posiciones, tratando de encontrar las razones que explicasen tan desfavorable evolución. Para algunos dirigentes políticos, la mayor actividad productiva debida a una fase expansiva del ciclo económico es la razón del incremento de los accidentes. Para otros, la elevada tasa de temporalidad contractual. Puede ser que tales razones sean sólidas. Pero resulta general el desconcierto y la certeza de que los accidentes constituyen la asignatura pendiente de la reválida política en materia laboral, y abogan por un plan de medidas de choque para poner remedio urgente a tan indeseable situación.

Los sindicatos responsabilizan del incremento de los accidentes a los empresaríos transgresores, por el incumplimiento sistemático de la normatíva en matería de seguridad e higiene en el trabajo, y advierten de los efectos perniciosos de la subcontratación generalizada de los trabajos. Además, los sindicatos critican al Gobierno por no aportar recursos suficientes, y piden un incremento del número y rigor de las inspecciones, mayores sanciones administrativas e incluso la intervención de los fiscales para la persecución de los infractores por vía penal.

Para los dirigentes de las organizaciones empresariales, la responsabilidad, si existe, debe ser compartida entre empresarios y trabajadores, ya que el incumplimiento de las normas no es un privilegio exclusivo de una de las partes; para ellos, los trabajadores irresponsables contribuyen con sus actos inseguros a que se produzcan muchos accidentes, que con mayor cuidado y precaución se evitarían. Además, argumentan que la actividad laboral siempre tendrá riesgos, al igual que cualquier otra actividad humana, y ponen como ejemplo evidente los accidentes de tráfico, que ocasionan cinco veces más muertes que los de trabajo, destacando la importancia que en ambos casos tiene el factor humano como causa de un porcentaje muy elevado de los accidentes.

Sin embargo, a los argumentos del trabajador irresponsable o del empresario transgresor, se puede objetar que, aunque unos y otros siempre han existido, no hay razones objetivas para pensar que los trabajadores responsables y los empresarios cumplidores se hayan contagiado años de las malas prácticas de una minoría que está lejos de constituir una muestra representativa del comportamiento generalizado de estos colectivos.

En los argumentos esgrimidos por cada una de las partes siempre hay algo de verdad, pero no son suficientes para proporcionar una explicación convincente de por qué las cifras siempre han sido altas, comparativamente con otros países de nuestro entorno económico, y de por qué la aplicación de la nueva ley ha coincidido con un notable e inesperado retroceso en la eficacia preventiva. Las razones son de mayor calado y hay que buscarlas en el agotamiento del modelo de sistema preventivo implantado hace más de veinte años, cuando se reconoció la necesidad de incorporar a empresarios y trabajadores en las decisiones de la Administración en esta materia, a través de sus respectivas organizaciones representativas.

El modelo se basa en la utilización de un instrumento de política preventiva, que puede calificarse como de mando-control, diseñado y aplicado por la Administración, con la participación de los agentes sociales. Según este modelo, la Administración establece normas, previa negociación con los sindicatos y las organizaciones empresariales, las empresas las aplican sometidas a la vigilancia de la Administración y ésta sanciona los casos de incumplimiento detectados a través de las inspecciones que realizan funcionarios especializados, por propia iniciativa o a demanda de los trabajadores o de los sindicatos.

Las altas cifras de siniestralidad debieran haber hecho reflexionar, hace ya tiempo, sobre la certeza de esta hipótesis, y lo sucedido en los cuatro años siguientes a la promulgación de la ley debiera servir para cuestionarla definitivamente. Los responsables y los protagonistas de la política de prevención de riesgos laborales tendrían que darse cuenta de que el mando-control, siendo un instrumento útil, no es suficiente, debido a las imperfecciones inherentes al propio sistema y a su aplicación.

Efectivamente, es un instrumento de eficacia limitada, porque, cumpliendo estrictamente con toda la normativa legal, seguiría habiendo riesgos de accidentes y problemas para la salud de los trabajadores; es parcialmente ineficiente, ya que impone en ocasiones medidas preventivas de alto coste y dudosa eficacia; carece de incentivos para estimular la acción de la empresa más allá del estricto cumplimiento de la norma; es obsoleto, ya que la norma va siempre por detrás de la aplicación de las nuevas tecnologías; es poco equitativo, ya que impone a las empresas con menos accidentes las mismas cargas que a sus competidoras que tienen alta siniestralidad; es costoso para la Administración, ya que necesita de una fuerte estructura de control; propicia un aislamiento de la sociedad, que queda excluida por el monopolio ejercido por los sindicatos, las organizaciones empresariales y la Administración, y, a consecuencia de este aislamiento, es endogámico, crea fuertes reacciones ante cualquier cambio y frena la innovación.

Es necesaria, por tanto, una profunda revisión de todo el sistema, que ha de realizarse en dos direcciones. Por un lado, hay que ampliar el modelo de relación a tres bandas que se ha seguido hasta la fecha, transformándolo en otro mucho más abierto hacia la sociedad, estimulando la participación de otros agentes interesados, como pueden ser, por ejemplo y sin ánimo de ser exhaustivos, el mundo científico y académico, las organizaciones profesionales y de consumidorcs, las entidades sin ánimo de lucro independientes de sindicatos y patronales, e incluso a las entidades privadas con intereses legítimos que se han constituido al amparo de la nueva ley.

Por otro lado, es necesario transformar el vigente sistema para lograr uno nuevo, más plural y diverso, dotando de instrumentos que traten de estimular la iniciativa de la empresa más allá del cumplimento de la normativa, de atribuir de forma más equitativa los costes derivados de la siniestralidad, de activar la acción favorable del mercado para influir positivamente sobre los proveedores de bienes y servicios y de involucrar a todas las partes interesadas en el problerna, en sus consecuencias y en sus soluciones. No se trata de sustituir el mando-control, que sigue manteniendo su utilidad, sino de complementarlo y enriquecerlo para hacer frente a los nuevos retos de un mundo cambiante, cuya dinámica obedece a criterios muy diferentes y más complejos de los que existían cuando el viejo modelo monocanal fue implantado.

Este cambio debe materializarse en iniciativas novedosas, como podrían ser, a título de ejemplo, el distinto tratamiento a la hora de cotizar en materia de accidentes de trabajo que parece lógico que se dé a empresas preocupadas o despreocupadas con la prevención de riesgos; la contratación pública preferente para empresas, técnicamente idóneas, que tengan excelencia preventiva, parece igualmente de interés; efectuar auditorías con un protocolo razonable, y tantas y tantas otras que nos lleven al cambio de la polítíca de mando-control a otra de motivación creativa, que en absoluto excluye la sanción, pero tampoco la entroniza.

Juan Antonio Sagardoy Bengoechea es catedrático de Derecho del Trabajo en la UCM y Vicente Rivera Rico es profesor titular de Organización de la Producción en la UPM.

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