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Teólogos al borde de la nada

Toda ocasión es buena al servicio de una buena causa. Con ocasión de que el cómputo del calendario occidental, que arranca de la fecha del nacimiento de Jesús, cumple ahora su año 2000, ha llegado a las páginas de EL PAÍS (23 de diciembre) una compacta apología de la causa católica romana: Dos cardenales en el borde. En resumen forzosamente simplificador, la apología razona como sigue: estamos en la era de Cristo y esto dura ya dos milenios; luego algún secreto tiene el cristianismo, y ese secreto no es otro que el de su verdad, el de que tiene razón.El quicio del argumento nace de examinar "por qué se ha afirmado el cristianismo a lo largo de estos 20 siglos". He ahí la respuesta de uno de los cardenales: "Por la síntesis que realizó entre razón, fe y vida". Puede que el lector se haya preguntado si leyó bien lo de "razón". Así que algo después, y para que no queden dudas, se remacha con toda contundencia: "La crisis del cristianismo en Europa es la crisis de la verdad y de la racionalidad". Es la tesis esencial.

A alguien que afirma sin pestañear que la crisis de su tradición es la crisis de la verdad es imposible objetarle nada en contra. Como mucho, cabe sugerirle que hay otras vías de defensa de la propia herencia religiosa. La tradición tiene sus razones que la razón no puede comprender del todo. La otra parte de la tesis es que la crisis del cristianismo es la crisis de la racionalidad. Está bien claro que cada cual lee la historia como quiere. Pero ésta es ya una lectura tan singular, que el ciudadano europeo se pregunta si realmente se está hablando de su historia.

La crisis del cristianismo no es de hoy o de tiempos posmodernos, sino de anteayer, de la época moderna; se viene agravando desde hace al menos dos siglos, quizá más bien cinco siglos; y, desde luego, ha comenzado no con la crisis de la racionalidad occidental, sino con su auge. A lo largo de más de doscientos años, el adversario tolerante de una Iglesia intolerante ha sido la racionalidad ilustrada, esa misma que una teología siempre a remolque de los hechos se apresta a rescatar tardíamente en favor propio frente a lo que le parece aún más peligroso: un pensamiento posmoderno, sea esto lo que sea, supuestamente irracional. Para hacerle frente a éste eficazmente, el autor del artículo saca a la palestra a un filósofo popular en ciertos medios, Jürgen Habermas. Se lo trae como a un colega de armas y de causa, como si le prestara argumentos racionales al teólogo, cuando, por el contrario, Habermas se ha caracterizado como pocos por haber ignorado olímpicamente el hecho religioso, por haber tratado de casi todo tema pero no haberse interesado ni por la teología ni por la religión cristiana u otra. No importa. La estrategia apologética, aún hoy, es la misma de siempre: los ataques al enemigo común (aquí los posmodernos) se utilizan y valen en defensa propia aunque procedan desde una posición (aquí Habermas) que acosa desde el extremo opuesto al propio.

La descripción de nuestra era adquiere tintes tremendistas: "Cuando esa verdad no es buscada, reinan soberanos un pluralismo salvaje y un consenso político cortados a la medida de los que tienen el poder". Para salvaje, en la historia, no el pluralismo, sino el fanatismo y el dogma, la ortodoxia monolítica. En cuanto al consenso (por cierto, ¿no es Habermas quien desarrolla una teoría de la verdad como consenso racional?) e igualmente el disenso, el ideológico y el político, desde luego son preferibles a la unanimidad por decreto, a los dogmas de concilios o de infalibilidad papal. Y, en fin, ¿quién sino la Iglesia, mientras ha sido y es un poder, ha cortado y sigue cortando a su medida?

"No invita el cardenal a la intolerancia, sino a la moderación". Incluso en ese momento, sin embargo, no se llama a la tolerancia, se silencia. A quienes poseen la verdad sólo se les pide moderarse; pero ¿en qué?, ¿en la intolerancia? Al tolerante no hace falta decir que se modere. La intransigencia presuntamente moderada se delata en lo que calla tanto o más que en lo que dice. Se delata en otro silenciamiento todavía, el de otros modos de teología o de palabra desde la fe, en particular desde una fe, ella sí, "en el borde" o, según el lema de un reciente foro religioso, "en la frontera", aquella en cuyas proximidades, apenas separados por una línea a veces difusa, se hablan y confrontan creyentes e increyentes; o aún más de raíz, la frontera divisoria que pasa por el interior de uno mismo, de quienes no son creyentes o increyentes de una pieza, de los del "soy casi ateo" (Pasternak) o bien, del otro lado, los de la apuesta (Pascal) y del querer creer (Unamuno).

Como antídoto frente a la indolencia política se apela a la "libertad de llamar a las cosas por su nombre", y se da a entender que en eso son especialistas los cristianos o los cardenales. Pues bien, usando de esa libertad de llamar al pan, pan, y al vino, vino, hay que denunciar que el único contenido sustantivo de relatos apologéticos de este género acerca de la historia de la razón y de Occidente lo constituye la nostalgia de una cristiandad y un antiguo régimen absolutista en donde la Iglesia romana era la que cortaba inquisitorialmente a su gusto, sin permitir pluralismos ni salvajes ni civilizados, antes bien, con expresas condenas de esa racionalidad que ha estado en el origen de la crisis del cristianismo y a la que ahora se pide auxilio en vano como apetecido pero imaginario aliado frente a males mayores.

O quizá no hay tanto contenido sustantivo y no se ha querido decir tanto, decir eso. Entonces el lector profano no entiende nada; o bien entiende que no hay nada que entender, salvo que cierta teología, más papista de lo necesario para la salvación, se halla sin duda al borde: no de algún abismo, pero sí del discurso vacío, del no tener nada que decir.

Alfredo Fierro, catedrático de Psicología y doctor en Teología, es autor de Sobre la religión y Teoría de los cristianismos.

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