El soborno del cielo
Ocupados en publicitar estruendosamente las hipotéticas albricias y alarmas de nuestro supersticioso final de siglo, no precisamente carente de muy reales catástrofes, los medios de comunicación pasan a veces de puntillas sobre ciertos síntomas inquietantes que revelan algo tan interesante por lo menos como saber de qué mundo venimos y a qué mundo vamos: me refiero a en qué mundo estamos. Uno de tales síntomas, a mi juicio no suficientemente comentado, es la negativa final del secretario general de la ONU, Kofi Annan, a prologar cierto libro tal como se había previamente comprometido. La obra en cuestión se titula Carta al ciudadano seis mil millones (la versión española aparece en Ediciones B) y reúne catorce epístolas de otros tantos intelectuales de muy diversas procedencias dirigidas a tan abrumado destinatario. Parte de los beneficios obtenidos con la venta del libro se destinan al Fondo de Población de la ONU, razón por la que el secretario general estaba dispuesto en principio a prologarlo. Si finalmente defraudó esta expectativa no lo hizo por exceso de trabajo sino por disconformidad con uno de los textos incluidos en el volumen, la carta firmada por Salman Rushdie. Quizá sea exagerado hablar en este caso de "censura", pero algo hay que huele bastante a presión desde las altas esferas y a coacción contra lo políticamente incorrecto.Como en cualquier otra obra colectiva de fabricación previsiblemente apresurada por el oportunismo cronológico, los trabajos que forman el libro mencionado son de distinta calidad, aunque la media no me parece demasiado mala. Sin que falten desde luego los tópicos edificantes ni las admoniciones pasablemente apocalípticas, de vez en cuando alguna flecha da en el blanco: no se puede pedir mucho más en este tipo de compilaciones. Si vale de algo un criterio personal, mi preferido es precisamente el texto de Rushdie. Tiene un inconformismo provocativo y estimulante: se atreve a romper con ese cáncer actual tan defensivamente morigerado, la manía de no llevar explícitamente la contraria a nadie en materia de creencias, partiendo del supuesto erróneo de que la mejor forma de respetar a las personas es no discutir demasiado a fondo sus opiniones sobre nada realmente importante. ¡Como a fin de cuentas todo es "relativo"...! (Para empezar a curarse de esta dolencia posmoderna puede leerse Contra el relativismo, de Antonio Valdecantos, Ed. Visor).
Bueno, pues Rushdie se atreve a decirlo: el rey va desnudo. Mejor dicho, no el rey, sino el Papa, el ulema, el rabino, el Dalai Lama y demás colegas. Desfilan revestidos de nubes y embelecos, sin mejor autoridad intelectual que la prestada por el miedo a la muerte y a la incertidumbre de su clientela. Es terrible decirlo, pero Rushdie previene al ciudadano seis mil millones de este planeta ni más ni menos que contra la religión. Su carta se titula Imagina que el cielo no existe y afirma cosas así de graves: "A mi entender, la religión, incluso en su forma más sofisticada, infantiliza esencialmente nuestro yo ético al establecer unos árbitros morales infalibles y unos tentadores morales irredimibles por encima de nosotros: los padres eternos, buenos y malos, brillantes y oscuros, del reino sobrenatural". Y acaba con esta recomendación rupturista: "Imagina que el cielo no existe, mi querido seis mil millones, y de inmediato verás el cielo abierto". ¡Caramba con Rushdie! ¡Y luego se quejará cuando le pasa lo que le pasa!
De modo que Kofi Annan se negó finalmente a cumplir su promesa de prologar el libro de marras. Supongo que hacerlo no le obligaba a dar por supuesto implícitamente que compartía todos los puntos de vista de los autores, por otra parte bastante diversos, y algunos teístas de pura cepa, pero prefirió dejar claro que él no respaldaba en modo alguno -es decir, no consideraba "aceptable" para la ONU- el texto de Salman Rushdie. Se ha insinuado que esta actitud se debe a las ofensas que en esa carta sacrílega se vierten contra el islam, pero no es cierto: nada de especial se dice contra esa confesión religiosa que no pueda aplicarse a las demás. Por el contrario, cuando repasa las atrocidades cometidas en el mundo con pretextos religiosos, no olvida mencionar el hostigamiento de "los fundamentalistas hindúes de Bombay contra los cada vez más atemorizados musulmanes de esa ciudad". No, lo verdaderamente inaceptable de Rushdie -según cierta mentalidad acomodaticia que lamento ver compartida por el secretario general de la organización supranacional más importante del mundo- es que niega rotundamente la veracidad y la supuesta utilidad moral de todas las religiones. Si se hubiera limitado a condenar el fanatismo, el integrismo o la inquisición, nadie le hubiera reprochado nada. Pero como dice que son las pretensiones cosmológicas y éticas de todas las religiones las que le parecen falsas, sea cual fuere su efecto nocivo o edificante sobre quienes las creen... ¡ay, entonces la ONU le expulsa de su seno!
Por lo visto, la tan cacareada "tolerancia" tiene sus límites. No parece que hayamos progresado mucho desde que el mismísimo John Locke, primer abogado moderno de tal virtud democrática, negase los plenos derechos de ciudadanía a los ateos arguyendo que nadie puede fiarse del todo de alguien cuyos juramentos no están respaldados por ningún dios. Aún hay entre nosotros demasiados (en las "cartas al director" de este periódico queda constancia de varios) que tachan de "intolerantes" a quienes expresan abiertamente su rechazo no ya a lo que dicen ciertos obispos o el Papa sino a los santificados presupuestos en que basan su autoridad moral. O que reprochan a los críticos del integrismo islámico su "caricatura" de las doctrinas auténticas de Mahoma, como si el problema fuese qué predicó en realidad dicho señor y no el fundamento racional de la convivencia democrática. Aún hay quien no se ha enterado de que la intolerancia consiste en prohibir al vecino la exteriorización de sus creencias, no en criticarlas si se las tiene por erróneas. Al contrario, parece darse por supuesto (vid. el artículo De los dos reinos del maniqueísmo, de Miguel Herrero de Miñón, EL PAÍS, 15 de diciembre de 1999) que precisamente la enseñanza religiosa -eso sí, bien entendida, o sea, a gusto del comentarista- puede fundar la "consolidación axiológica" de los valores democráticos. Nunca viene mal un "suplemento de alma" al comportamiento cívico, y el laicismo, por lo visto, es demasiado soso para garantizarlo. Además es una actitud pasada de moda, mientras que la religión va a ser, si Dios no lo remedia, el último grito del próximo milenio...
En el ámbito de la enseñanza será pues admisible la perspectiva confesional, que ayudará a ser demócratas con argumentos fideístas, o la enseñanza laica que se mantenga neutral entre las diversas creencias religiosas y la no creencia, para no caer en maniqueísmos: lo único "intolerable" por intolerante y agresivo es el punto de vista ateo expresado por Rushdie en su carta. En ese campo todo el mundo tiene razón, menos quien la aplica sin remilgos al tema. Los que compartimos su argumentación debemos tener el buen gusto de encogernos de hombros y disimular... puesto que lo importante es ante todo no molestar con un espíritu crítico demasiado irreverente a quienes pueden ser nuestros aliados fácticos en el mantenimiento siempre frágil de la buena conciencia. Entre la exigencia de verdad y la exigencia de orden a nadie con mando en plaza le caben dudas a la hora de elegir. Después de todo, ya se sabe, "nada es verdad ni mentira, sino según el color del cristal con que se mira".
Un personaje femenino de Bernard Shaw, que practica la entrega altruista al humanitarismo, aclara: "He dejado atrás el soborno del cielo". Aunque tal recompensa no parece haber logrado disuadir a muchos piadosos bien instalados de buscar otras más inmediatamente remuneradoras, sigue siendo políticamente correcto mantenerla pour le peuple... y por si acaso.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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