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El mayorazgo nacionalista JOAN B. CULLA I CLARÀ

Adelantándose en unos meses al ciclo congresual que las organizaciones políticas catalanas van a vivir durante el año próximo, Unió Democràtica de Catalunya (UDC) ha celebrado ya, el pasado domingo, su 21º Congreso Nacional. Luego, en el segundo trimestre del 2000, los democristianos se volverán a reunir en cónclave extraordinario para debatir, a la luz del resultado de las elecciones generales, una ponencia de estrategia. De momento, han renovado sus órganos de dirección dentro de la más plácida continuidad duranlleidista y han fijado su posición política con interesantes matices e inflexiones a cuyo análisis me gustaría dedicar los siguientes párrafos.Si tomamos como término de comparación -lo que parece razonable- el anterior congreso ordinario de Unió, celebrado también en Sitges hace exactamente tres años, hallaremos que, en aquella ocasión, la cúpula de UDC exhibió una actitud de manifiesto despego hacia la coalición con Convergència. No fue sólo el acostumbrado memorial de agravios contra el hegemonismo del socio mayoritario ni la afirmación de que, en las municipales, quizá sería mejor concurrir por separado. Fue, sobre todo, la forma de abordar el pospujolismo -"estamos convencidos de que no habrá sucesor (...); la sucesión del presidente Pujol no será personal; después de Pujol habrá mayorías relativas y gobiernos compartidos, y no ocurrirá nada; la normalidad será la única sustituta..."- y la enfática proclamación de la versatilidad democristiana para permanecer en el poder cambiando de aliados: "Representamos y respondemos a una cultura política que, en toda Europa, gobernamos hoy con unos y mañana con otros". En suma, me atrevería a decir que, en diciembre de 1996, Unió Democràtica atribuía a Convergència i Unió (CiU) una caducidad a plazo fijo y concebía su propio futuro sin ataduras de coalición y en funciones de bisagra.

Y bien, las cosas han cambiado. Naturalmente, UDC sigue cultivando su identidad específica, proclama con orgullo haber alcanzado 17.519 militantes, cuantifica con fruición su creciente cuota institucional dentro de Convergència i Unió y atribuye a la participación de Duran Lleida en los recientes comicios catalanes "un papel decisivo para el resultado electoral". Sin embargo, la gran novedad es el súbito entusiasmo coalicionista: la relación entre UDC y Convergència Democràtica (CDC) deberá ser repensada, refundada, replanteada, pero hay que descartar la ruptura. ¿Por qué? Pues porque "los electores que, día a día, van valorando más a Unió en el seno de la coalición y que, de modo destacado, sitúan al presidente del comité de gobierno como el líder más valorado después del presidente Pujol y en las mejores expectativas para al futuro... (esos electores) se manifiestan deseosos de la continuidad de la coalición". Traducido libremente: en la medida en que, hoy, Josep Antoni Duran Lleida aparece ante la opinión pública como un sólido aspirante a la sucesión de Pujol y a la herencia de su espacio político, sería absurdo trocear ese vasto patrimonio y resultaría necio rechazar la hipótesis del delfinato personal. El propio Duran sufrió, en su discurso del pasado domingo, un curioso lapsus, no sé si freudiano, cuando, al evocar el nacimiento de Unió en 1931, dijo: "...hace ahora 68 años, en el momento de la fundación de Convergència i Unió...".

Unió, pues, se siente más accionista que nunca de la ya veinteañera coalición con CDC, y ello se expresa no sólo en el tono conciliador de las referencias a su socio, sino también en otros posicionamientos tácticos y doctrinales. Por ejemplo, en las ácidas alusiones al PP, del que se minimiza el apoyo recibido durante la última legislatura catalana, se descalifica su política vasca, se le considera una compañía incómoda en el seno del Partido Popular Europeo y se rechaza solemnemente cualquier veleidad de articulación con él; ¡qué lejos quedan aquellos arrumacos estivales de 1995!

Es también llamativa la rotundidad con la que UDC se proclama "radicalmente nacionalista", portadora de un "nacionalismo de liberación nacional, integrador y democrático", y firmante leal de la Declaración de Barcelona.

Eso sí: respetando la ortodoxia del pujolismo de hoy, Unió recuerda que no es sólo un partido nacionalista y reclama para sí tanto el sentido social como la capacidad de diálogo y consenso con los adversarios políticos. Duran Lleida, por su parte, persevera con notable éxito mediático en aparecer como el paladín de la renovación del catalanismo: lanza brillantes hallazgos semánticos (el último, la "eurocatalanidad") y señala con agudeza grandes objetivos (la inclusión de los catalanes castellanohablantes y que se sienten nacionalmente españoles), aunque se muestre menos preciso en cuanto a cómo alcanzarlos.

La batalla, pues, será en todos los frentes. Aun cuando Pujol quisiera poder aplazarla tres años, van a ser justamente el próximo trienio y su propio Gobierno el escenario de la gran partida, del gran pulso por la centralidad nacionalista y por la ideológica -¿no afirmó Duran el domingo: "La tercera vía de siempre somos nosotros"?-, por la dosificación justa entre soberanismo y pragmatismo, entre identidad y futuro, entre patriotismo y personalismo... Hablo, en definitiva, de la batalla por el mayorazgo, por la primogenitura del nacionalismo después de Pujol.

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