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Ley de Extranjería, el fiasco de CiU XAVIER RIUS-SANT

Si alguna virtud ha demostrado poseer CiU, tanto durante el actual mandato del PP como en la anterior legislatura socialista, es su capacidad para dar estabilidad a un Gobierno central que no posee la mayoría absoluta en el Congreso y, gracias a ello, conseguir la aceptación de reivindicaciones políticas de la coalición nacionalista. Por esa razón, la propuesta de reforma de la Ley de Extranjería que remitió CiU al Congreso hace 18 meses tenía posibilidades de conseguir la modificación de algunos de los aspectos más controvertidos de una ley que, desde su origen en 1985, había sido denunciada por el Defensor del Pueblo y las asociaciones de derechos humanos. Simultáneamente a la propuesta de CiU, también llegaron a las Cortes sendas propuestas de Izquierda Unida e Iniciativa per Catalunya, pero mientras que las reiteradas proposiciones que Iniciativa e IU han hecho en las últimas legislaturas no han llegado a ninguna parte, el hecho de que la impulsara CiU permitía augurar que la ley sería por fin modificada.Hay que reconocer que esta propuesta, surgida en la coalición nacionalista del entorno del diputado Carles Campuzano, no siempre tuvo pleno apoyo de la totalidad de sensibilidades y familias que hoy forman CiU, y para algunos de estos sectores era casi una batalla privada de Campuzano en el seno de la Comisión Constitucional de Congreso. Sorprendentemente para todos, esa propuesta fue cuajando en un consenso que un año y medio después se transformaba en un texto que permitía la regularización de buena parte de los extranjeros que viven y trabajan en España, les otorgaba sus derechos sanitarios, educativos y sociales y facilitaba la residencia permanente a quienes habiendo estado regularizados, debido a la lentitud de la Administración y los formalismos de la ley, volvían a quedar en la ilegalidad.

Y así estaban las cosas cuando, pese a contar con la unanimidad de la Cámara, las voces de alarma de algunos ministros asegurando que la reforma era un grave error obligaron a CiU a tomar una difícil disyuntiva: o aceptaba negociar algunos cambios en el Senado con el PP, o el Gobierno la bloqueaba impidiendo que se aprobase en la actual legislatura, cosa que obligaría a volver a empezar partiendo de cero. Pero ambos grupos olvidaron que el Congreso podía rechazar los cambios que introdujera el Senado y que, en tal caso, entraría en vigor el texto inicial aprobado por la Cámara baja. Es difícil saber si este olvido se debió a la ignorancia del Reglamento, a la improvisación o a la confianza en que no se iba a romper una norma de cortesía parlamentaria vigente hasta hoy: aquella que indica que, por lo general, el Congreso acepta los cambios introducidos por el Senado.

Los cambios pactados por CiU y el PP en el Senado eliminan la posibilidad de regularizar a quienes lleven dos años en España, aunque estén empadronados y demuestren tener recursos económicos; endurecen las condiciones para la reagrupación familiar; modifican las condiciones de legalización de quienes en los últimos años tuvieron permiso de residencia en algún momento, y establecen un régimen sancionador que recuerda la derogada Ley de Peligrosidad Social.

Puesto que para no ser rechazada en su vuelta al Congreso se precisaba al menos del voto de Coalición Canaria, se intentó suavizarla con nuevas enmiendas en el pleno del Senado, pero ello no prosperó y no se puede augurar qué ocurrirá en la votación prevista para hoy en el Congreso.

Lo más triste no es el ridículo papel que ha desempeñado CiU como buena pagadora de sus pactos en Cataluña y Madrid con el PP. Lo más triste de este fiasco es que se ha perdido una oportunidad única de normalizar la situación de quienes, viniendo de fuera de la Comunidad Europea, viven y trabajan entre nosotros soportando situaciones de una ilegalidad que les aboca a la marginación y la vulneración de sus derechos básicos.

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