Más que un espejo en el infierno
Hay algo mucho peor que una jeringuilla de heroína caliente en la garganta, que la agonía de Concepción, una joven vieja de 27 años y 28 kilos de peso. Hay algo mucho más triste que los ojos tan secos de Ángeles -"llorar ya no lloro porque no me queda de llorar"- y aún más descorazonador que el deseo, terrible por sincero, de otra mujer que nunca pudo ser joven: "A ver si me muero ya de una puta vez". Hay algo que da mucho más miedo, mucho más vértigo, mucho más cargo de conciencia. Lo enseñó José Miguel Monzón, El Gran Wyoming, el domingo por la noche en Tele 5, y no es otra cosa que la lucidez de los que van a morir, la memoria del difícil camino recorrido, su resignación. "Me empastillé, hice una tontería y caí preso", se confiesa frente a la cámara un hombre joven, desdentado. "Pagué dos años; cuando salí, mi compañera estaba enganchada, la quise ayudar y caí yo también. Uno quiere salir de la heroína, lo intenta y tal Pascual, pero nada".Nada de nada, si acaso jeringuillas nuevas por viejas, metadona por heroína, una ducha y un plato caliente para no rebuscar en la basura. El Gran Wyoming -acompañado por Pere Joan Ventura y Georgina Cisquella- visitó durante cuatro meses, en pantalones vaqueros y camisa por fuera, el poblado chabolista de La Rosilla, en los arrabales de Madrid, y de allí sacó un reportaje de investigación que tituló Me estoy quitando, el título de una canción, la letanía imposible de los que se pinchan cada noche en un portal.
Se podía El Gran Wyoming haber limitado a eso -a ponerle un espejo a tanto horror- y seguramente el resultado también hubiese sido aceptable, bueno, incluso brillante. Pero no. Quiso Monzón ponerle un micrófono a los que nadie hubiera parado por la calle para pedirle la hora, a esos espectros que cruzan Madrid en busca de su dosis diaria de muerte, pidiendo, sin pretender engañar siquiera, "unas monedillas para el autobús de Ávila". Lo que consiguió fue aún más duro que la imagen de la jeringuilla colgando de la última vena sana. Resulta que los que van a morir lo saben, que son capaces de predecirlo, de desearlo, de contar su agonía, las malditas casualidades que le fueron llevando, día a día, a la trampa mortal de La Rosilla.
La cámara se detiene en Juan Cortés, de apodo El Tarzán, patriarca gitano, que justifica: "No tienes trabajo, y te viene uno y te dice: toma, 300.000 por llevar la droga allí, y eso, compadre, es muy goloso". También se para en las víctimas, dos jóvenes heroinómanos, con los síntomas de las cuatro letras mortales asomándoles por los ojos, llorando por sus madres.
De nuevo se podía Wyoming haber limitado a eso -un espejo y un altavoz al infierno- y el impacto hubiese sido todavía mayor. Pero tampoco quiso. Fue más allá y buscó. Habló con los asistentes sociales, con los médicos de las ONG -¿dónde está la ayuda oficial?- que intentan cada día aliviar tanto dolor, si no curarlo. Les dio la palabra y ellos hablaron. Pero tampoco quiso pararse ahí, siguió rebuscando y encontró la esperanza de una mujer con una niña en brazos: "Mi hija es ahora mi heroína, ella es mi droga, ¿verdad, chochete?".
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