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Callejón con salida

Francesc de Carreras

Para cualquier conocedor de la política vasca, la vuelta a la lucha armada por parte de ETA no puede haber constituido sorpresa alguna. Al contrario, tal como se desarrollaba el proceso en los últimos meses, la decisión de poner fin a la tregua es coherente con las intenciones que ETA expresó al declararla. En efecto, la tregua de septiembre de 1998 no tenía como finalidad la paz en Euskadi, sino que, para la organización terrorista, era un mero instrumento, un simple cambio de táctica, para conseguir su objetivo primordial: la llamada "construcción nacional" de una Euskal Herria independiente. Se trataba, en definitiva, de un periodo de paz condicionado y precario. Condicionado a que se cumplieran determinadas expectativas y precario porque únicamente aseguraba el fin de los atentados mortales y no -kale borroka- el cese de toda violencia.Este cambio táctico consistía en pasar el protagonismo de la lucha por la "liberación nacional" al PNV, a EA y, por supuesto, a EH-HB. La pretensión era que la vía "civil" sustituyera a la "militar" y que un frente de partidos nacionalistas alcanzara, sin violencia, los mismos objetivos que ETA pretendía con la lucha armada. El testigo se entregaba, fundamentalmente, al PNV, y éste lo aceptó mediante el Pacto de Lizarra. Cualquiera que sea la posición ideológica respecto a los términos y al contenido de este pacto, hay que reconocer que la decisión del PNV tenía, objetivamente, indudables méritos: valentía política, clarificación de posiciones y asunción de riesgos. Por una vez, un partido nacionalista moderado dejaba de practicar la constante ambigüedad de proclamar una política y realizar otra muy distinta. Con el Pacto de Lizarra, la dirección del PNV tomó una vía que le llevaba a asumir posiciones nacionalistas radicales y se arriesgó a que parte de su mismo partido y numerosos votantes no la compartieran. Pero se trataba de intentar poner fin a la violencia mediante nuevos caminos allí donde estrategias políticas anteriores -especialmente la derivada del Pacto de Ajuriaenea- habían fracasado. Explorar nuevas vías tenía importantes riesgos, pero también la posibilidad de encontrar una alternativa definitiva a la violencia.

Con la perspectiva actual, al Pacto de Lizarra hay que reconocerle también importantes efectos positivos sobre la sociedad y la política vascas. Durante 14 meses, la sociedad vasca ha experimentado un enorme alivio tras la tensión de tantos años. El gusto por la sensación de libertad -aunque sea vigilada y con kale borroka- es algo a lo que uno se acostumbra con facilidad y, por consiguiente, a lo que le es difícil ya renunciar. Uno de los grandes activos para cualquier perspectiva de paz en la situación actual es, precisamente, el impacto benéfico de este corto pero estimulante periodo. Además, Lizarra ha sacado a EH-HB de la marginalidad y lo ha integrado en las instituciones políticas, hasta el punto de que en la actualidad es una pieza clave entre las fuerzas que dan soporte parlamentario al Gobierno vasco. El partido que dirige Otegi es hoy una fuerza renovada y distinta a la antigua HB: recientes declaraciones suyas o gestos tan significativos como el manifestarse junto a las fuerzas políticas democráticas con el objetivo de que ETA no reanude la lucha armada no pueden pasar inadvertidos y dan pie a que se pueda confiar en que un sector mayoritario de esta formación, sin renunciar a su ideología ni a sus fines políticos, se alinee definitivamente con las fuerzas que han optado por las vías pacíficas de actuación política. Por tanto, a mi modo de ver, no cabe descalificar de manera un tanto simplista al PNV por el camino escogido en Lizarra, sino que, por el contrario, debe apreciarse en todo su valor los riesgos que ha asumido y los resultados hasta ahora conseguidos.

Ahora bien, ETA ha roto la tregua porque quien le ha fallado en estos 14 meses no ha sido el Gobierno de Aznar -con el que no había pactado nada y del cual sólo quería obtener el acercamiento de los presos a Euskadi-, sino, precisamente, el PNV, y por extensión, el Gobierno vasco. Esta acusación se manifiesta con claridad en el comunicado de ETA que ponía fin a la tregua. Son el PNV (y EA), dice ETA, quienes no han dado los pasos necesarios para cumplir con todos los compromisos adquiridos en Lizarra, singularmente la creación de una institución nacional vasca surgida de la "asamblea de municipios" y la ruptura de relaciones de los partidos nacionalistas con el PP y el PSOE.

A la vista de lo sucedido en los últimos meses, desde el punto de vista estricto de que pacta sunt servanda, ETA tiene parte de razón: las expectativas creadas por Lizarra no se han cumplido. Ahora bien, las dificultades del PNV para que sus militantes y votantes aceptaran lo acordado hace 14 meses han sido muy grandes. La prueba está en que la sociedad vasca se ha manifestado electoralmente durante este periodo en tres ocasiones: en todas ellas los partidos nacionalistas en su conjunto han retrocedido electoralmente, aunque EH haya mejorado sus posiciones. En cambio, PP y PSOE han experimentado un aumento de sus votos. Precisamente fue en la "asamblea de municipios", pieza clave de la nueva legitimidad democrática vasca que pretende ETA, donde más se comprobó la debilidad de los partidos nacionalistas. De las capitales, sólo Bilbao -con un alcalde crítico con Lizarra- estaba presente. Esta tendencia a la baja iba dando la razón a los importantes barones del PNV que consideran que la vía de Lizarra constituía un grave error: Ardanza, Atutxa, Cuerda, Arregui, entre otros. La sociedad vasca no respondía como se esperaba al acuerdo entre partidos nacionalistas.

Pero el paso que esperaba ETA, y que no se dio en 14 meses, ha tenido lugar ahora. A pesar de la decreciente tendencia electoral y del malestar interno, el reciente documento hecho público por el PNV parece responder a los deseos de la organización terrorista. En él se declara que "partiendo de la realidad política y marcos jurídicos vigentes (...) apuesta inequívocamente por un ámbito jurídico-político que abarque a todos los vascos y que contenga el respeto efectivo a su ser nacional y a la realidad histórica, cultural y lingüística; así como el derecho a definir su propio futuro, su articulación interna y su relación externa". Y añade: "Teniendo en cuenta la nueva perspectiva europea y los reajustes de naciones y fronteras en su ámbito, estamos convencidos de que ha llegado para el pueblo vasco la hora de levantar su voz y crear en su propio seno aquellas condiciones de cohesión y de afirmación propias para caminar hacia una expresión colectiva de voluntad acerca de su posición como pueblo en el concierto europeo". Por último, invita a las formaciones nacionalistas (no a las demás), y "en especial a EH-HB", a "establecer las bases de este proyecto, en sus contenidos, modos y ritmos".

Esta declaración supone un cambio en el panorama político español de primera magnitud, mucho más significativo que el mismo comunicado de ETA poniendo fin a la tregua. No es ya

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ETA quien pide, con otras palabras, el derecho a la independencia del "pueblo vasco" y de "los vascos" del resto de España. Es el propio PNV quien lo plantea: no se está ya bajo el chantaje de quien amenaza con las pistolas, sino que tal opinión es expresada por el partido que obtiene más votos en Euskadi y quien, sin interrupción, ha gobernado en aquella comunidad. Además, el PNV formula su pretensión desde el marco de la legalidad vigente y no se desprende de sus palabras que quiera apartarse de las vías constitucionalmente previstas.

Ante tal petición, creo que los representantes de la sociedad española no pueden permanecer indiferentes ni a la defensiva; esta vez han sido aludidos directamente y deben dar una respuesta a la demanda del PNV. Si representantes cualificados de una parte importante y significativa de los ciudadanos de un Estado muestran pacíficamente su voluntad de desligarse de los lazos que les unen al mismo, la obligación es atenderles y nuestra Constitución tiene vías adecuadas para ello. Ahora bien, en una democracia una situación de este género requiere el respeto a dos requisitos básicos: primero, utilizar las vías jurídicas que ofrece el marco constitucional vigente y, segundo, respetar antes que nada la opinión mayoritaria de los ciudadanos afectados más directamente por la situación, en este caso, los ciudadanos del País Vasco y de Navarra, sin olvidar los derechos de los demás ciudadanos del Estado.

Desde este planteamiento, lo más inmediato, por tanto, es proceder a conocer la opinión de los ciudadanos vascos mediante los usuales procedimientos democráticos que la Constitución pone a nuestro alcance. Por supuesto no bastan los resultados de elecciones pasadas para conocer una opinión tan concreta sobre un aspecto de tan grande relevancia. La posición del PNV no es contradictoria con sus aspiraciones generales de siempre, pero sí que contiene la novedad de que esta vez su formulación es mucho más definida y, sobre todo, parece requerir una respuesta que no se demore mucho en el tiempo. Todas estas características sobre un tema tan específico requieren, a mi modo de ver, que se efectúe una consulta a los ciudadanos de Euskadi y de Navarra a través de un referéndum que, de acuerdo con la Constitución, debe tener carácter consultivo y no puede ser vinculante para las instituciones estatales.

Este carácter, sin embargo, no significa que los deseos de una mayoría de ciudadanos vascos no serán, en su caso, debidamente atendidos. Sólo significa que su voluntad, por sí sola, no comporta un inmediato derecho de secesión, sino que la misma puede tener efectos jurídicos posteriormente mediante una reforma constitucional fruto de una negociación entre todas las partes implicadas, es decir, tanto las representativas de los ciudadanos vascos como las representativas de los ciudadanos de toda España. El orden constitucional español, en efecto, no podría permanecer indiferente ante la expresión "clara" de una mayoría "clara" de ciudadanos vascos que manifestasen su deseo de no seguir formando parte de España, siempre que, tanto en el proceso como en el resultado final, se respetasen los derechos fundamentales tanto de las mayorías como de las minorías. A la inversa, todos los ciudadanos vascos deberían acatar una mayoría "clara" contraria a la independencia.

Creo que estamos en un momento crucial para la consolidación definitiva de nuestro Estado constitucional que no debe ser desaprovechado. La intangibilidad de nuestras fronteras o, dicho de una forma más popular, la llamada "unidad de España", no es, por supuesto, un valor constitucional superior a la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político de nuestro Estado Social y Democrático de Derecho. Los Estados no son más que instrumentos al servicio de los ciudadanos y no a la inversa. Por tanto, la Constitución debe amparar, y desde luego ampara, cualquier deseo jurídicamente legítimo de los ciudadanos que se exprese a través de los cauces democráticos, en especial a la regla de la mayoría dentro del respeto a las minorías. Ninguna finalidad, planteada en tales términos, es constitucionalmente imposible. Por otra parte, no existe, constitucionalmente hablando, una España metafísica e indestructible, sino sólo ciudadanos españoles que tienen el derecho a vivir en paz, es decir, a vivir con la seguridad de la libertad que les suministran las normas jurídicas que ellos mismos se han otorgado.

No estamos, por tanto, en un callejón sin salida. Debemos hacer un esfuerzo por desdramatizar la situación con el objeto de reconducirla a través de las reglas y los procedimientos jurídicos democráticos. Quizás ha llegado el momento de, mediante estas reglas y procedimientos, tomar decisiones audaces e imaginativas que puedan solucionar definitivamente la violencia en Euskadi.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona

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