La emperatriz subterránea
Es, con toda probabilidad, uno de los alimentos más piropeados de la historia. Ha merecido apelativos como "diamante negro", "emperatriz subterránea" o "manzana mágica", entre otras lindezas que vienen a recalcar lo portentoso de su sabor, pero, sobre todo, de su aroma. Y es que la trufa, ese hongo subterráneo, desprovisto de tallos y raíces, intrigante y oculto, ha apasionado a lo largo de la historia no sólo a sus más rendidos admiradores, gourmets de todo pelaje y condición, sino también a muchos biólogos que han visto en ella un enigma de considerable importancia.Este hecho ha provocado a lo largo de la historia un río de conjeturas e inexactitudes sobre su origen cuando poco curiosas. Nada menos que Plinio afirmaba que la trufa, no teniendo semillas, "nace de la tempestad". Otros, como Plutarco, llegaron a decir que no era un vegetal y que se trataba de un "conglomerado de tierra y minerales". Incluso en pleno siglo XIX se seguían manteniendo teorías actualmente tan absurdas como considerarla "fruto exclusivo de la lluvia y el buen tiempo".
Hubo otra argumentación de bastante más calado que consideraba a la trufa como una protuberancia producida por la picadura de una mosca en las raíces del roble. Y ésta última tenía más sentido al constatar que la mosca busca sin desmayo las trufas para depositar allí sus huevos y para que las larvas más tarde se puedan dar un atracón de lujo.
En lo que andaban descaminados nuestros antepasados fue en su verdadera naturaleza. Hoy sabemos que la trufa no es otra cosa que un hongo que se reproduce por esporas. Un extraño producto, que no se puede cultivar a capricho y que además no se recoge, sino que se caza. Los recolectores de trufas emulan con su particular habilidad a los monteros y han de contar como compañía inseparable la de sus perros debidamente amaestrados -antes era una función destinada a los cerdos- que olfatean afanosamente el terreno para dar con los efluvios de esta joya a unos 30 centímetros de la superficie del suelo, por lo general en el entorno de encinas y robles.
Como todo auténtico manjar, la trufa también ha contado con verdaderos fanáticos, nombres propios como el del compositor Rossini, que perdió la cabeza por lo que llamó "el Mozart de los hongos". Según una anécdota, de incierta veracidad, Rossini confesó que sólo había llorado tres veces en su vida: por el fracaso de su primera ópera, cuando oyó tocar por primera vez a Paganini y, por último, cuando en una excursión en barca se le cayó al agua un pavo relleno de trufas.
Más fehaciente es aquella narración de la apuesta que Rossini ganó en París, cuyo pago consistía en un pavo relleno de trufas. Como pasaba el tiempo y veía que no le pagaban, el maestro reclamó la deuda al perdedor, que seguía alegando la excusa de que la estación no era buena y no se encontraban trufas de primera calidad. "Nada, nada", exclamó al fin Rossini, "ésto no es más que un bulo que han difundido adrede los mismos pavos para impedir que los rellenen".
En el mundo de la gastronomía mundial decir a la Rossini es hacerlo de las trufas negras incrustadas en el foie gras. Sus platos más emblemáticos: los tournedos Rossini, los huevos al plato con trufa, los macarrones rellenos con una jeringa especial (diseñada, al parecer, por el citado compositor) de un farsa de foie gras trufado.
La mejor manera de comer la trufa, sobre todo si es de calidad suprema, en grado optimo de maduración y por tanto en plenitud de aromas, es sola, tal cual. Una de esas fórmulas que más resaltan sus valores, es la de un plato típico del Perigord (la patria de la mejor trufa), asada bajo las cenizas. Hecha la trufa en entero, al rescoldo de la leña cubierta con un papel de barba y con los mínimos aliños posibles: sal, pimienta y un si es no es de coñac.
Un enriquecimiento posterior, de alta cocina, de dicha receta consiste en sustituir el papillot por un envoltorio comestible, un crujiente hojaldre, añadiéndole el foie gras. Enriquecimiento entendido en todos los sentidos, ya que el precio del plato, como si no fuera ya sumamente gravoso el de la propia trufa, se dispara. No olvidemos que la buena trufa negra cuesta casi 50.000 pesetas el kilo, si bien una buena ración estelar supone unos 25 gramos.
Como colofón gustativo qué mejor que repasar los platos de trufa más impactantes de los últimos tiempos. En el vitoriano restaurante Ikea, José Ramón Berriozabal embriagó en su día con la torta de patatas, laminas de bacalao y trufa, y con el siempre obligado carpaccio de gambas bañado de portentosas vinagretas, una de las cuales se aromatiza con trufa.
Martín Berasategui eligió para la portada de su primer libro, en lugar de otra creación de más raigambre vasca, una bella ensalada de macarrones con trufa negra. Otro plato suyo de época fue el aliñado con una vinagreta de yema trufada que acompañaba a unas vieiras salteadas con raviolis cremosos de cebolleta. Y para raviolis extraordinarios los firmados por Hilario Arbelaitz de Zuberoa, rellenos de gallina de caserío al aroma de trufa.
Uno de los platos de mas éxito de la alta cocina vasca de la trufa ha sido el ideado hace ya unos años por Daniel García, del Zortziko bilbaíno. Se trata de su archiconocido risotto de bacalao y láminas de trufa. No menos genial es ese otro arroz cremoso de su cosecha con huevo de codorníz en burbuja de aceite de trufa y salsa de tomate caramelizado.
El emergente Zaldiaran vitoriano sorprendió hace un par de temporadas con una auténtica perla: patata confitada con manzana, foie gras y trufa. Pero para suculencia en este campo, el particular homenaje de Arzak a esta joya: flor de patata asada con trufa rellena. Y a no olvida un plato suyo anterior y mucho más sencillo, en el que el poderío de la trufa se junta con la untuosidad de unos huevos escalfados al tuétano. Finalmente, para festejar bien el milenio, un plato de Ferran Adrià de los que quita el sentido: langosta con gelatina caliente de trufa y raviolis de coliflor.
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