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Oportunidad perdida

Como el mundo está lleno de almas bondadosas, es muy habitual tropezarse con gentes dispuestas a compartir un sentimiento de culpa por los males que aquejan a la humanidad. La bondad llega en ocasiones al extremo de afirmar que si los culpables de algún acto delictivo son sus autores, los responsables somos todos. A veces, para adornar ese deleite masoquista, los partidarios de la culpa universal recurren a la imagen de la oportunidad perdida. Es verdad, admiten, que sólo sobre los autores de los actos delictivos recae la culpabilidad; pero, preguntan, ¿no habremos contribuido todos, y yo el primero, a que se haya perdido una oportunidad para que quienes matan dejen de matar?Hay que reconocer que pensamientos de este tipo turbaron la adolescencia y juventud de quienes crecimos mirando al crucifijo cada vez que levantábamos la vista del pupitre: mis queridos amigos, llama obscenamente a ETA el obispo de Mondoñedo. Es un sentimiento muy consolador: después de compartir la culpa, se queda uno muy a gusto consigo mismo y en paz con el resto del mundo. Pero cuando se trata de política, las consecuencias de esa actitud son devastadoras. Por ejemplo, cuando ETA anunció su renovada disposición a matar, todas las almas democratacristianas lamentaron la oportunidad perdida, mientras señalaban, primero con disimulo, luego abiertamente, al Gobierno. Inmóvil, testarudo, carente de iniciativas es lo menos que de él dijeron, para añadir enseguida que será tan responsable como el primero de lo que pueda ocurrir.

Esta lógica beata en país de tan acendrada tradición católica deja flotando en el aire una sospecha: que tal vez el Gobierno pudo haber hecho algo más. La almas democratacristianas así lo creen. Un paso adelante, una mano tendida, unos presos más cercanos, una adicional primera, un hecho diferencial, algo, lo que sea; pero ahí está el Gobierno, impertérrito, inmóvil, como si la cosa no fuera con él. Esta acusación, repetida al infinito, implica, ante todo, que existe un terreno por el que moverse; y además, que moverse es en cualquier circunstancia mejor que estarse quieto. Y como esa consideración abstracta de la posibilidad y las ventajas del movimiento resulta muy acorde con la retórica de la oportunidad perdida, el razonamiento acaba por cerrarse sobre sí mismo: si los asesinos matan será porque el Gobierno no se mueve.

Ahora bien, la rotunda clarificación de posiciones nacionalistas que durante estos días hemos visto y oído ha tenido la virtud de despejar al menos dos incógnitas. Primera, que entre el Estatuto y la Independencia no existe terreno alguno por el que moverse con una garantía mínima de poner fin al "conflicto": todas las cartas están boca arriba y cada cual sabe perfectamente a qué atenerse. Segunda, que por tanto lo único que se podía mover era la política penitenciaria y que el Gobierno tenía sólidas razones para no emprender una alocada carrera unilateral sin la previa o concomitante decisión de ETA de abandonar definitivamente el recurso a la violencia para imponer sus objetivos políticos.

Asistiéndole, como le ha asistido en este proceso, la razón política, es incomprensible que el Gobierno se deslice ahora hacia la confrontación verbal a la que pretenden empujarlo los nacionalistas. Es perfectamente legítimo insistir en que nadie ha perdido ninguna oportunidad, en que la culpa es sólo de quien se la trabaja, pero es por completo inútil presentar, como ha hecho el presidente Aznar, al nacionalista vasco como castizo personaje de otro tiempo, digno de psiquiatra porque se niega a reconocer una patria común que a todos incluye. Al lenguaje de nación sólo se puede oponer el lenguaje de democracia, no el de otra nación pretendidamente superior por más incluyente. La única lógica política inclusiva es la democrática; la nacionalista es, en el mejor de los casos, excluyente, dispuesta a enviar al adversario al manicomio; en el peor, mortífera, ansiosa por llevarlo al cementerio.

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