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Reflexiones póstumas sobre la cumbre de Seattle

Ha fracasado la cumbre de Seattle por razones varias. Y en el remolino o agujero que se ha abierto en el agua al venirse la nave al fondo, algunos han creído distinguir una habitación con vistas. Con vistas, quiero decir, a los aspectos más siniestros del capitalismo. No incurriré en la candidez de explicarles en cuatro líneas por qué el capitalismo no es tan siniestro como lo pintan. El asunto daría para largo, y es incompatible con el formato modesto de un artículo periodístico. Pero sí resulta sencillo poner en evidencia que muchas de las cosas que se han oído a propósito de la cumbre son innegablemente extravagantes. En las líneas que siguen, pasaré revista a dos o tres de esas salidas de tono, y me permitiré luego sacar mis propias conclusiones.Empiezo por la idea más popular de todas: la de que los mandatarios de la cúspide constituían una cristalización o concreción calcárea del statu quo. Pues no. Si acaso, lo contrario. De hecho, la globalización está conmoviendo al Estado nacional y los modos de organización colectiva -sindical, industrial, civil- que en su interior se habían ido consolidando a lo largo de los dos últimos siglos. Que es lo mismo que decir que está poniendo en cuestión todo cuanto, hasta hace poco, infundía fijeza al mundo contemporáneo. Las impugnaciones de la globalización revisten, en consecuencia, un carácter conservador. Por supuesto, no es menos legítimo ser conservador que no serlo: pero constituye una broma calificar a los hostiles al cambio de "progresistas" y a los otros de "inmovilistas", o, como han hecho algunos periódicos, de "conformistas". En el episodio de Seattle los conformistas no han sido los hombres encorbatados que se habían congregado en asamblea, sino la muchedumbre variopinta que protestaba violentamente en la calle. Ésos eran los más renuentes a cortar amarras, y por lo tanto, los más conformados al orden anterior.

Segunda nota pintoresca: se ha afirmado que la cumbre representaba los intereses del dinero, o hablando en plata, del estamento capitalista. Aquí vuelve a aparecer, de forma desnuda, y hasta candorosa, un rasgo no infrecuente en sectores de vocación sentimentalmente izquierdista: el conspirativo. En la raíz del alifafe conspirativo perviven quizá elementos no reciclados de marxismo, cuya filosofía de la historia ha erigido a las clases sociales en seudopersonas o protagonistas de un macrodrama donde la voz de los trabajadores es en esencia una, y la de los capitalistas, una igualmente. Sucede, sin embargo, que las clases no son personas, y porque no lo son, no cantan como solistas, sino más bien como orfeones, por lo común desacordados. Tomemos, por ejemplo, a los dueños del capital, y clasifiquémosles con relación a lo que se discutía en Seattle. Nos encontramos con que se dividen entre los que saldrían ganando si el proceso globalizador prospera, y los millones de afectados negativamente por ese mismo proceso. Estos últimos, a su vez, se dividen en subcategorías: los empresarios virtuosos aunque mal emplazados para resistir la competencia internacional, los empresarios que se benefician de sus relaciones pardas con Gobiernos nacionales corruptos y cerrados al exterior, los empresarios que van tirando gracias a las subvenciones, etcétera, etcétera... No ha existido nunca un empresario modelo cuyo futuro dependiera inequívocamente de la cumbre de Seattle. Salvo, claro, en la imaginación de los simplificadores a ultranza.

Ocurre otro tanto con los trabajadores: la conveniencia de un agricultor francés financiado por la Unión no coincide con la de los campesinos de un país tercermundista cuya principal fuente de ingresos es la exportación agrícola. Y los intereses de un metalúrgico alemán, o de un empleado en los astilleros españoles, entran en colisión directa con los de los obreros de los países emergentes, en los que los sueldos más bajos abaratan y tornan más competitivo el producto. Esta tensión, precisamente, ha sido uno de los factores que están detrás del fracaso de la cumbre: los países ricos exigían condiciones laborales que no les situaran en desventaja, y no hubo avenimiento con los de la orilla frontera. El argumento oficial, por descontado, ha sido distinto: se ha hablado de la necesidad de que la justicia social imperase por doquier. Algunos podrían haber echado un cuarto a espadas recordando que una justicia social uniforme dejaría fuera de la carrera a las naciones en desarrollo, y que lo más solidario habría sido arbitrar fórmulas para que el tullido se ayude con muletas. Pero no, no se ha hecho esto. Se ha demonizado a la globalización sin más. Sobre los consumidores, beneficiarios inequívocos de la globalización, no se ha soltado prenda, por cierto. Atribuyo la omisión a que la clase que integran, aunque inmensa, no está incluida en el repertorio clásico, y que esto la descalifica de algún modo misterioso pero determinante.

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Voy a un tercer punto, más abstracto pero también más sabroso, al menos desde una perspectiva teórica. Conforme se disponían sobre la mesa de juego los naipes con que se quería iniciar la partida de Seattle, algunas voces disidentes lanzaron un mensaje doble: que la cumbre nos iba a montar sobre el tigre sin seso ni dirección del capitalismo internacional, y que había llegado la hora de impedir este repelón hacia la nada reivindicando de nuevo el control político de nuestro destino económico. La primera mitad del mensaje, la referida a la índole cimarrona y caprichosa del capitalismo, ha coexistido, curiosamente, con la tesis conspirativa. Y digo lo de "curiosamente" porque sostener de manera simultánea que la dinámica capitalista es caótica, y que los capitalistas son capaces de repartirse el futuro como una tarta, envuelve una contradicción obvia: si no hay manera de sujetar los movimientos de la fiera capitalista, resultará por entero inútil engancharla a un tílburi con objeto de que nos traslade a un imaginario paraíso de top hats y millonarios prepotentes. Los extraños que haga la fiera provocarán que el tílburi vuelque a medio camino, dando por tierra con el auriga y su pasaje. Y así sucede en realidad: los capitalistas -otra cosa son los ricos con metimiento y vara alta en las esferas de Gobierno- suelen ser, en la práctica, pésimos conspiradores, y se las componen solos para propiciar condiciones no sólo favorables, sino también adversas a su situación venidera en el mercado. Cosa magnífica por otro lado, ya que evita que los poderosos se inveteren en una casta. Pero, en fin, me desentiendo de la mitad conspirativa de la fiera, y me concentro en su otra mitad, la carnicera. ¿Qué demonios se está pretendiendo decir cuando se reclama un control político, o democrático, de la economía?

La interpretación más amable de este toque a rebato es la de que

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Álvaro Delgado-Gal es escritor y director de la revista Libros.

Reflexiones póstumas sobre la cumbre de Seattle

Viene de la página anterior no se está seguro de que el mercado, por sí solo, sea suficiente para mantener íntegra y en estado presentable a la sociedad. Contra esta reflexión escéptica, no tengo nada que oponer. Concedo de barato que las sociedades son mucho más que el mercado, según atestigua la historia y, si me apuran, el sentido común. Ahora bien, habida cuenta de que no se está expresando sólo un punto de vista filosófico, sino también operativo, y de que la propuesta proviene de zonas de opinión en buena medida socialdemócrata, me inclino más a una segunda interpretación: aquélla según la cual necesitamos endurecer, o extremar, los tipos de control ya conocidos. O sea, los que se ejercen desde los Gobiernos y se han traducido, hasta la fecha, en más intervención y más impuestos. Y entonces no tengo más remedio que sentirme francamente perplejo.

¿Por qué? Porque la recomendación delata un desfallecimiento de la memoria tanto más flagrante, cuanto que la cosa que se debería recordar se encuentra, por así decirlo, a la vuelta de la esquina. Los Estados posliberales surgidos tras la Segunda Guerra han obtenido logros importantes, el primero de todos, la promoción de los peor situados. Pero ello no quita para que el llamado control político de la vida económica y social no haya sido capaz de impedir, o mejor aún, haya alentado dos desarrollos altamente preocupantes: uno, un distanciamiento creciente entre los intereses generales y el comportamiento de los partidos.

Dos, un distanciamiento no menor entre los intereses generales y el comportamiento de los votantes. Estas dos derivas parecerán paradójicas a los que persistan en pensar que los partidos -o los Gobiernos- son agentes virtuosos y neutrales, y que los votantes forman una especie de bloque o unidad. No sorprenderán por contra demasiado a quienes se hayan tomado la molestia de leer con un mínimo de atención la copiosísima literatura producida por la Teoría de la Elección Pública. Y es que, ni los Gobiernos son neutrales y virtuosos, ni los votantes se arraciman en torno a los mismos objetivos a corto plazo. Cultivan o persiguen objetivos cruzados, y entran en alianzas asimismo cruzadas con los administradores del dinero público. Fruto de esta complicidad múltiple es que se ha disparado el gasto pese a haberse disparado también la recaudación, suscitándose al cabo una sazón contable que pone en riesgo las pensiones de las generaciones jóvenes o no tan jóvenes y hace insostenible la prosecución a largo plazo de las políticas heredadas.

El control político, en una palabra, no es tal, o es mucho menos de lo que se pretende. Aparte de esto genera otros efectos indeseables: verbigracia, la gigantesca concentración de poder en los Gobiernos, cada vez mayor, o en el mejor de los casos, provisionalmente estanca. El síndrome afecta, claro está, a las democracias contemporáneas en su conjunto, y no a las socialdemocracias exclusivamente. Pero a las socialdemocracias les afecta más, por haber sido ellas las valedoras principales del modelo en crisis. Las democracias que vengan seguirán cultivando la vertiente social, si bien de otro modo o con arreglo a otras fórmulas. En atinar con ellas estriba precisamente la asignatura pendiente del tinglado político en que seguimos montados. Entretanto, reivindicar control político a secas es un ejercicio de pura nostalgia. O, si se prefiere, equivale a meter la mano en la chistera para sacar de ella un conejo... desollado. El acto de prestidigitación habrá sido admirable. Pero más valdría no haberlo intentado.

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