El dichoso "efecto 2000" XAVIER MORET
Hace tan sólo unas semanas, mi dentista, un tipo simpático donde los haya, recibió un aviso de la Generalitat que decía más o menos lo siguiente: "En vista de que su consulta no ha sido revisada para evitar las consecuencias del efecto 2000 nos vemos obligados a abrirle un expediente que puede derivarse en la clausura de la misma". El hombre empezó a pensar en cómo podía afectarle el dichoso efecto 2000. ¿Estallarían las muelas de los pacientes por culpa de su falta de previsión? ¿Habría una rebelión en masa de los instrumentos de dentista? ¿Se acabaría el mundo por su desidia? ¿Habría manifestaciones multitudinarias acusándolo de asesino? Mi dentista, afortunadamente, logró detener la terrible amenaza de expediente y clausura gracias a una serie de hábiles maniobras por los pasillos de la burocracia, pero cada vez que veo un anuncio sobre la campaña contra el efecto 2000 no puedo hacer menos que echarme a temblar. Y es que lo del efecto 2000 se está convirtiendo en el gran fenómeno abracadabrante de este fin de siglo. A falta de predicciones catastróficas a lo Nostradamus, dignas de un buen final de milenio que se precie, y a falta de los anuncios aciagos de plagas, guerras y desastres que caracterizaron el paso al año 1000, la llegada del próximo año se limita a acumular una serie de catastrofismos ligados de algún modo al estelar efecto 2000.
Un amigo que trabaja en la sanidad pública me comentaba el otro día que estará movilizado este fin de año. Al preguntarle por qué, la respuesta fue clara: "Por el efecto 2000". Otro amigo me dijo que habían tenido problemas en el banco donde trabaja. La culpa la tuvo, en este caso, un programa ideado por una lumbrera para prevenir el efecto en cuestión. Un tercer amigo, que tiene que volver en avión de Nueva York precisamente entre el 31 de diciembre y el 1 de enero, me explicaba su temor a que suceda algo en el avión por culpa del efecto 2000. "Pueden pararse todos los motores y descontrolarse los ordenadores de a bordo", suspiraba.
Parece, en fin, como si la principal misión del famoso efecto no fuera otra que fastidiar al prójimo y justificar de paso un gasto millonario en campañas preventivas que no hacen más que provocar fallos en cadena para evitar, curiosamente, que se produzcan otros fallos en cadena. En fin, locuras del fin de siglo.
Debo confesar, sin embargo, que hay un aspecto del efecto 2000 hacia el que experimento una cierta simpatía. En una sociedad que rinde un culto desmedido a la revolución informática, se plantea de pronto la absoluta idiotez de unos ordenadores que no son capaces de ejecutar algo tan fácil como es pasar del 99 al 00. Una operación que cualquier humano puede hacer sin ningún tipo de esfuerzo se convierte en el mundo de la informática en la amenaza de un caos sin precedentes. Y eso es precisamente lo que me cae bien del efecto 2000, que es una especie de plaga que, por una vez, pone al hombre delante de las máquinas. Mucha revolución informática, mucho Deep Blue que derrota a los campeones mundiales de ajedrez, pero al final fallan las sondas enviadas a Marte porque un ordenador confundió millas con kilómetros. Y llega el terror milenario del 2000 porque unos cuantos ordenadores se harán un lío a la hora de cambiar de dígitos y asimilar el cambio de año.
Puestos a contemplar el fenómeno desde la distancia, no puede negarse que el dichoso efecto 2000 tiene en el fondo una cierta coherencia. ¿Qué mayor temor se nos podría ocurrir hoy en día que un fallo en los sacrosantos
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