Diciembre
JULIO SEOANE
Este es un mes raro, extraño, poco fiable, perdonen que se lo diga abiertamente y sin delicadezas. Nunca me gustó y cada vez menos. Para empezar hace referencia al número diez y, sin embargo, es el duodécimo mes del año, lo cual ya no es serio. A partir de aquí se entiende que no sepamos si termina el siglo, comienza el milenio o, simplemente, estamos mirándonos por el retrovisor. Me parece muy bien que el presidente Zaplana se desdibuje un poco du-rante estos días finales de temporada, que no es buena asociación para un político en alza.
Enero es otra cosa, es un mes claro y con empuje, alude al dios romano de las puertas y los comienzos, un dios con dos caras que miraban tanto al pasado como al futuro. Por eso, y lo digo con todo respeto, hubiera sido preferible que la Constitución se celebrase en enero y no en este absurdo mes. Así pasa lo que pasa y se dice lo que se dice. En 1997 se hablaba por aquí de una Constitución con vida propia, de que los valencianos no fuimos bien tratados durante la transición democrática, de reivindicar el máximo techo de competencias. Ahora, en 1999, en lugar de tener vida propia dicen que tenemos horizontes despejados, horizontes compartidos y, añadiría por mi cuenta, horizontes lejanos.
Y luego están las analogías, que casi siempre florecen en los períodos finales con muy poca fortuna, que para esto de las semejanzas hay que tener una cabeza muy sólida. Hace poco un político recurría a Moisés para clarificar sus problemas judiciales, sin pensar que el profeta, además de sus habilidades hidráulicas, fue el portador de las Tablas de la Ley. Un símil poco afortunado para su caso, sin duda. Aznar comparó, con intenciones claras y analogías oscuras, la situación política del País Vasco con los desequilibrios europeos de 1938. El PNV rompe amistades y no apoya presupuestos, otra analogía incomprensible porque las cuentas deben tener su propia lógica al margen de las amistades. Como ven, diciembre no es bueno para los razonamientos.
Además, estas etapas finales de año nos empujan misteriosamente a establecer balances sociales y auditorías existenciales de la vida y la sociedad que nos rodea. Las consecuencias son variadas, pero casi siempre desproporcionadas. Algunos, sintiéndose responsables de todo lo que ha ocurrido en su vida y en el siglo, se plantan y se niegan a continuar, a cambiar de milenio, a entrar en lo nuevo, mientras que otros se disponen alegremente a inaugurar varias veces la misma novedad. Unos predicen el fallo de las tecnologías, de las comunicaciones y hasta del movimiento de los astros. Otros, libres de pecado y de analogías, se dejan ir a la deriva junto con las ganancias millonarias de Internet y del negocio digital.
Y todavía quedan por comentar las reuniones familiares que se producen durante estas fiestas. Todos contentos y unidos por el mismo enero, pero absolutamente desconocidos e incomprensibles en este diciembre. Una situación explosiva, sin duda.
Aun a riesgo de que me tomen por una persona supersticiosa, tengo que confesar definitivamente que no me gusta diciembre. Pensando en nuestros políticos y también en nosotros mismos, estoy deseando que comience enero.
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