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Trastos viejos

En pocas semanas han muerto veinticinco de los treinta y ocho residentes de un asilo de ancianos. Al mismo tiempo, se detectaban graves deficiencias en otra residencia de la misma localidad. Pocos kilómetros más allá, un anciano esquizofrénico asesinaba brutalmente a un compañero de habitación. Hasta aquí la espeluznante frialdad de los teletipos. Añadamos lo que todo el mundo sabe, pero sobre lo que querría reflexionar ahora: estos hechos acaban de suceder en la Comunidad Valenciana (no sólo: también en Madrid ha habido problemas), así que esos ancianos desasistidos y maltratados son nuestros propios ancianos.Algún lector podría sorprenderse de que traiga estos acontecimientos de la página de sucesos a colación. Todos los días hay atropellos y robos y agresiones sin que a nadie se le ocurra mesarse los cabellos. Es verdad. Mas también sucede que todos los días mueren de hambre miles de personas, que cientos de niñas y de niños son prostituidos, que innumerables mujeres son esclavizadas bajo apariencia de matrimonio en el tercer mundo. Si alguno de estos hechos tuviese lugar entre nosotros, es seguro que los periódicos se harían eco en seguida. En España, en la Comunidad Valenciana, muchos ciudadanos viven bien, los niños crecen rodeados de mimos, las mujeres suelen elegir libremente su vida. Un mundo feliz. En este planeta afortunado sucede, además, que buena parte de la población se dedica precisamente a hacer felices a los ancianos acogiéndolos en espléndidos hoteles de la costa y proporcionándoles todo tipo de diversiones. A los ancianos de Alemania, de Inglaterra, de Suecia, de Bilbao, de Zaragoza. Por desgracia, algunos ancianos de Valencia, de Alicante y de Castellón no tienen tanta suerte. Ya es bastante malo que por ley de vida se sepan candidatos a las próximas páginas necrológicas de los diarios como para que, encima, empiecen a proliferar en las de sucesos. Y eso es justamente lo que está sucediendo. No hay que decir que los organismos públicos tienen parte de culpa y que es necesario denunciarlo. Denunciar la falta de rigor de los mecanismos de control de la Administración (¡hasta el Defensor del Pueblo acaba de hacerlo!).

Denunciar un sistema de Seguridad Social que no ha previsto residencias geriátricas suficientes para cada afiliado tras la jubilación. Denunciar la ridícula cuantía de las pensiones más bajas, con las que difícilmente transitarán sus beneficiarios de manera digna en el último tramo de la vida.

Denunciar el impúdico aprovechamiento de la tercera edad cada vez que se acercan las elecciones. No obstante, los organismos públicos suelen tener las virtudes y los defectos del público en general. Y el problema es que nuestra sociedad no quiere a los ancianos. Así de triste y así de simple. Ya casi nadie les cede el asiento en el autobús. Nadie reúne a la familia alrededor de ellos para escuchar sus consejos. Muchos sienten que las vacaciones estivales peligran por su culpa. Pocos están dispuestos a acogerlos en su casa sacrificando una habitación.

Lo tremendamente injusto de esta situación no es sólo que nos hayan traído al mundo: hay quien se lo agradecerá y quien se lo echará en cara. Lo verdaderamente sangrante es que estos ancianos son los mismos que emigraron al norte de Europa en los años sesenta haciendo posible que nuestro mundo ya no fuese de tercera categoría. Ellos crearon los mecanismos que han hecho posible la bonanza actual, pero sus principales beneficiarios les estamos castigando por haber sacrificado su juventud para nosotros. Se ve que los fallos de memoria no son patrimonio exclusivo de la vejez.

Sí, estas cosas ocurren en todo el mundo occidental. Son una consecuencia más del modelo capitalista de usar y tirar personas que hemos construido. El flanco mediterráneo de este mundo, al que pertenecemos los valencianos, ha sabido subirse al carro del progreso y tiene que aceptarlo con sus ventajas y con sus inconvenientes. Lo terrible es que para nosotros la desatención de los ancianos no representa lo mismo que para los europeos del norte, significa una grave contradicción cultural. La cultura mediterránea se basa en la familia amplia concebida como ámbito de socialización. Donde los anglosajones dan por supuesto que los hijos deben abandonar el nido en la adolescencia, nosotros los retenemos hasta los treinta años, a veces más. Pero, curiosamente, no hacemos extensiva esta protección a los ancianos, ni directamente ni por delegación. Ahora que tanto se habla de señas de identidad, casi nadie parece darse cuenta de que las verdaderas señas de identidad valencianas, nuestra forma de ser y de pensar, no están en los archivos sino en la memoria desfalleciente de nuestros ancianos. Nuestros mayores no se preocuparon de pagarse un buen fondo de pensiones porque confiaban en los presupuestos implícitos de la vieja cultura mediterránea.

Andaban equivocados, los infelices. No advirtieron que se trata de un cultura vieja en vías de renovación -de progreso, dicen- y que los trastos viejos nos limitamos a apilarlos en el desván.

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Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. angel.lopez@uv.es

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