Espera junto al hombre de bronce
Ocurrió en el aeropuerto de Barajas... Se va. Se va, ya no tiene remedio. Tú estás allí, a su lado, intentando sonreír, consiguiendo sólo una mueca patética. Le acompañas a facturar el equipaje. Sus maletas desaparecen por aquella boca hacia la nada. Las pantallas, nerviosas de tanto mensaje, anuncian el retraso de su vuelo. Agradeces la tregua. Hablar todavía un rato, aunque sabes que sólo diréis mentiras: tú no puedes gritar quédate y él no puede susurrar en tu oído volveré. Su mente se ha ido con sus cosas facturadas, está en otra parte y tú estás ya con su ausencia.Por fin la orden de embarcar -¿embarcar en un avión?-. Te das cuenta de que la esperabais impacientes, la deseabais, para acabar ese momento irreal que no os pertenecía a ninguno de los dos. Le sigues hasta la azafata. El último abrazo, ¿a quién? Quizás a su fantasma. O a ti misma.
Desaparece, agitando sus ojos y su mano como despedida, en aquel pasillo extraño que igual podía llevar a un quirófano o un laboratorio de hibernación, a un infierno o un paraíso desconocidos. Te quedas sola, frente a la eterna sonrisa de la azafata que no tiene ni puta idea de lo que pasa, en el mundo irreal y rectilíneo del aeropuerto, hecho de brillos, de despedidas y encuentros.Han pasado tres meses, cinco días y catorce horas. Aún sigues aquí, en Barajas. Te falta valor para volver a Madrid, al barrio, a los amigos, a las preguntas y los consuelos. No esperas su vuelta, ni mucho menos, no volverá, y si lo hiciera no sería el mismo. El aeropuerto es un lugar en ninguna parte, cerca y lejos de todo, ideal para mantener tu vida en suspenso.
Para los viajeros eres una más, que espera como ellos el momento de empezar de nuevo en un mundo diferente y lejano, a la vuelta de la esquina del tiempo. Los empleados te miraban extrañados los primeros días, ahora se han acostumbrado, te saludan y a veces alguno hasta te invita a un bocadillo o una cerveza. Cuando algún vuelo se retrasa demasiado y la compañía correspondiente ofrece amablemente a los pasajeros un refrigerio, tratando así de entretenerles y que no desesperen, te pones con ellos en la cola y las chicas de información te dan el vale para la comida sin que enseñes billete ni tarjeta de embarque. Por suerte -sólo para ti- los retrasos son cada vez más largos y habituales.
Te he visto esta mañana, sentada junto al hombre de bronce que han colocado en ese banco, irónico y humilde monumento a la paciencia de los usuarios. Dormitabas con la cabeza apoyada en su hombro duro y frío. No he preguntado por ti, pero alguien, notando mis insistentes miradas, me ha contado tu historia reconstruida con lo oído aquí y allá.
No puedo explicar por qué pero, de pronto, he sentido un impulso, me he dirigido al mostrador más próximo y he comprado un pasaje no sé a dónde. He vuelto a vuestro banco y, con cuidado de no despertarse, lo he dejado en tu regazo.
Sé que es imposible, pero juraría que, cuando me alejaba, el hombre de bronce me ha sonreído.
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