Balada informática SERGI PÀMIES
Una vez al año, por estas fechas, intento comprarme un ordenador. Es una tradición: entro en una tienda especializada (que nunca es la misma que la del año anterior) y expongo mi caso. "Necesito un ordenador para escribir, que no sea demasiado complicado ni demasiado caro", digo con todo el aplomo del que soy capaz. Pero nunca me escuchan. Ajenos a lo que acabo de decirles, los vendedores de ordenadores sólo se preocupan de abrumarme con sus conocimientos. Con calculada suficiencia, alardean de su jerga técnica y me humillan con un despliegue de palabras que carecen de significado para mí. Que si rams de memoria, que si gigas, que si tarjetas de sonido, que si modems internos. Mientras hablan conmigo, no me miran a los ojos sino que observan el paso de hermosas mujeres más allá del escaparate o se quitan una mota de polvo de la corbata. Otras veces, interrumpen su monótona perorata para atender telefónicamente a un cliente o responder a la críptica pregunta de otro empleado. Por ejemplo: "Los Fujitsu llevan tarjeta gráfica, ¿verdad?". Hay empleados obsesionados por hacerme una demostración -demo, la llaman- allí mismo y que -son como niños- se entusiasman con la perfecta definición de unos altavoces que maldita la falta que me hacen. Como me da reparo confesarles que lo que yo quiero es escribir y no escuchar a la Filarmónica de Berlín o a los Mojinos Escozíos, sonrío estúpidamente y les digo que ya volveré otro día. Nunca discuto. Es inútil. Pertenecemos a mundos diferentes que, sin embargo, deberían estar comunicados. Ellos están ahí para vender y a mí me encanta comprar. Pero no consigo traspasar la barrera que nos separa. Y eso que lo he intentado. A veces incluso he logrado superar la primera parte de la prueba (cediendo, claro). Incluso he conseguido que alguien me mire a los ojos y me recomiende una máquina que se aproxima remotamente a la que necesito. Pero entonces siempre aparece, en el último momento, un nuevo problema. Cuando no es la impresora ("tardaremos un mes en volver a tenerla porque se nos ha acabado") es la ausencia de disquetera ("aunque se puede instalar", suelen decirme. Pues si se puede instalar, ¿por qué demonios no la instalan?)
Cuando, tras otra frustrada experiencia, regreso a casa, me da vergüenza enfrentarme a mi viejo ordenador. Soy consciente de que le he sido infiel, de que he intentado abandonarlo por otro más joven y moderno. Entonces recuerdo los momentos difíciles que hemos compartido. Aquella vez que un virus se cargó el disco duro... Todo el mundo me recomendaba tirarlo y comprarme uno nuevo pero, por puro sentimentalismo, llevé el ordenador a reparar. Nadie quería hacerlo hasta que di con unos técnicos competentes que, a un precio razonable, le salvaron la vida. Por eso, cada vez que regreso de uno de esos frustrantes intentos de comunicación con el comercio informático, tardo un rato en conectarlo, no vaya a ser que muerda. Mientras se le pasa el comprensible enfado, me pregunto cómo logré comprarlo, años ha, a finales de los ochenta.
Y entonces recuerdo. Un amigo se compró uno. En una tienda que, por supuesto, ya no existe. Él pasó por todas esas humillaciones de rams y gigas, de discos duros y programas. Cuando terminó, yo entré con el dinero y dije: "Quiero otro igual que el de mi amigo". Fue así de fácil. Podría repetir la operación y esperar a que un amigo se compre uno para resolver la cuestión pero observo que, a mi alrededor, todo el mundo se llena la casa de artilugios con infinidad de prestaciones que, por suerte o por desgracia, no necesito. Los que tienen un precio asequible abultan demasiado, y los que no, son demasiado caros. Así las cosas, sigo fiel a mi viejo y trasnochado portátil y a mi destartalada impresora (las cintas de tinta fueron descatalogadas hace tiempo; oficialmente, ya no se venden en ninguna parte, pero las consigo gracias a un avispado comerciante que, sospecho, las importa de algún país del Este).
No quiero engañarme. Soy consciente de que la relación con mi ordenador no será eterna. Cuando utilizaba máquina de escribir mecánica también le juré amor eterno y, sin embargo -la carne es débil-, sucumbí a los encantos de mi ordenador (todavía la conservo para cuando los bárbaros nos invadan y tengamos que trabajar sin luz o para cuando a Fecsa se le ocurra ponerse más estupenda de lo que se pone habitualmente). Así que no quiero prometerle nada a mi portátil. Pero como últimamente lo noto cansado y viejo -tarda en memorizar, emite leves quejidos de dolor, se queda traspuesto, tiene pesadillas con el efecto 2000-, he querido escribir este artículo. Con y para él. Antes de que sea demasiado tarde.
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