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Tribuna
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Empaquetados

Vivo desde hace unas semanas inquieto y perturbado por la sensación de que existe una conspiración fantasmal y discretísima para borrar a Madrid del mapa por el sutil procedimiento de envolver y empaquetar uno a uno sus edificios como objetos de regalo y sustituirlos por copias.No es la primera vez que experimento esta inquietud. Hace unos años ya denuncié, inútilmente al parecer, en estas mismas páginas, que algo así estaba pasando en las mismísimas narices de la Cibeles cuando los edificios de Correos, el del Banco de España y el de otra entidad crediticia permanecieron largos meses velados entre andamios y telones.

Aunque hasta ahora no me había atrevido a compartir con nadie mis sospechas, creo que la sustitución fue llevada a cabo en aquellos momentos, una falsificación habilísima, casi una clonación, pero si uno se fija mucho acaba por descubrir algunos fallos casi imperceptibles, por ejemplo, en las almenas del Palacio de Comunicaciones, que parecen de plástico y ya no brillan como antes bajo el sol, y en algunas figuras alegóricas de la fachada del Banco de España, que han cambiado la pétrea expresión de sus rostros.

Pienso también que tal vez los replicantes, constructores de réplicas, se arriesgaron demasiado al intervenir de forma tan drástica sobre edificios tan emblemáticos. Quizás aquella crónica mía de entonces les puso en guardia y al sentirse descubiertos empezaron a actuar más discretamente en otros barrios y sobre inmuebles de menos entidad.

Hoy, el centro de la ciudad, con sus enormes y coloristas telones, empieza a parecerse a la escenografía de una gran ópera publicitaria, canto general al consumo desenfrenado, brindis coral que subraya una orquesta de bocinazos con un contrapunto de teléfonos móviles.

Cuentan las viejas crónicas que los madrileños, cuando estrenaron su capitalidad, acomplejados por la humildad y vetustez de sus casas y palacios, cubrían y vestían con lujosos telones las fachadas de sus edificios principales para recibir a sus huéspedes más ilustres, telones trampantojos que fingían olímpicas villas o palacios venecianos.

Hoy, los escudos heráldicos y las nobles arquitecturas pictóricas han sido sustituidos por logotipos comerciales y pragmáticos iconos transnacionales. Madrid se prepara para recibir al gran huésped bimilenario encartelada y empapelada, a cada paso se multiplican descomunales ofertas, enormes ídolos virtuales tan altos como los edificios que los albergan, una ominosa legión de imágenes que rinden culto al dios único del mercado único que es uno y multifacético, Moloch de las mil caras sonrientes y melifluas, implacable deidad fenicia de la compra y de la venta.

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Los fantasmales mentores de la conspiración quizá no se conformen con empaquetar y expedir a destinos ignotos los edificios de la ciudad, y es posible que en una segunda fase comiencen a fabricar réplicas de sus habitantes. Empecé a pensar en ello cuando vi por primera vez la trama de Génova, la malla que cubre con impúdico velo la sede central del partido que nos gobierna en Madrid.

La encantadora anciana que da la cara en el panel, la pensionista optimista, dispuesta a seguir viviendo muchos años para gozar de nuestro inmejorable sistema de pensiones, es en realidad un puzzle que compone el rostro venerable de la abuela con multitud de piezas humanas, cabezas engranadas en lo que pretende ser una alegoría solidaria y fraterna.

Pero si concentramos con fijeza nuestra atención durante un minuto en la nariz de la provecta modelo y nos aislamos del mundanal bullicio, no tardaremos en acceder a otro nivel de lectura. Poco a poco, los anónimos bustos que componen la trama nos revelarán su faz oculta, su condición de zombis, envases vacíos a rellenar con otros tantos mutantes programados para sustituirnos y seguir votando al PP, por nosotros.

Tal vez no me crean, ya sé que estas cosas no son fáciles de digerir, pero háganme caso y permanezcan atentos a las pantallas que se multiplican a nuestro alrededor, que nos hurtan el paisaje urbano y nos sumergen en un escenario de pesadilla futurista, mercenaria y desalmada, en el cogollo de ese hipermercado donde gustosamente haría Terminator su compra diaria de piezas de recambio y baterías.

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