Monstruo, pero Djalminha
Aunque el fútbol sea un juguete movido por el viento, nadie nos priva del derecho a disfrutar del éxito internacional de los equipos españoles. Desde el Barcelona imaginario de Van Gaal, que persiguió bajo la niebla al Hertha de Berlín, hasta el Celta imperturbable de don Víctor, que desmontó pieza a pieza al viejo Benfica como una cuadrilla de demolición derribaría un edificio de papel, todos han soplado como el huracán.De regreso a la Liga ordenamos en nuestra memoria los más recientes destellos del campeonato, y de repente volvemos a disfrutar del recuerdo de las últimas diabluras de Djalminha. ¿Quién es este chico tan ajeno al arquetipo de atleta que se estila entre nosotros desde la antigua Grecia? Indudablemente no tiene ningún punto común con esos arrogantes deportistas alemanes o norteamericanos cuyo curriculum es una ficha antropométrica. En realidad su figura parece la visión del segundo experimento de Frankenstein; el resultado de acoplar las piernas combadas de un jinete, la cabeza pelada de un bonzo y las orejas oblicuas de un lince escaldado. Hay que rendirse a la evidencia: los cánones y él tienen la misma relación que la mosca con el insecticida.
Tan cierto es que nunca hará fortuna en las pasarelas como que su intuición para el juego excede los ejemplos y acaba con las teorías. Quizá sea uno de esos misterios de supervivencia que ilustran el mundo natural: como todos los especialistas, sobrevive porque tiene una sola cualidad extrema. De hecho, siempre hemos sabido que mantiene con la pelota la misma relación de complicidad que el gato con el ovillo de lana y, como todos esos seres infinitamente dotados para el juego, siempre consigue sorprendernos con sus travesuras.
Esta vez la expresión de su ingenio fue un único toque en el que se sintetizaron todas las claves del deporte de equipo; la misma capacidad para presentir las líneas de peligro que hace grande a un base como Magic Johnson, a un quarterback como Dan Marino o a un ilusionista como Laudrup. Sucedió en Riazor, ante un sobreexcitado Sevilla que luchaba contra dos enemigos desde el fondo de la tabla: el Depor y la fatalidad. Atrapada por la tensión, la noche pasaba en un jadeo ronco del que apenas sobresalían los taponazos de los despejes y el chasquido de espinilleras que suele distinguir a los partidos inciertos. Mientras unos trataban de morder y los otros apretaban los dientes, Djalminha recibió el balón en alguna de esas posiciones ambiguas que valen tanto para dar la cara como para esconderse.
Sus verdaderas intenciones eran un enigma. Minutos antes había conseguido deshacer una contradicción: enganchó el toque recto que practica Savio por la izquierda con el regate curvo que Romario patentó ante Rafa Alkorta en el Bernabéu. Pero en esta oportunidad estaba decidido a conseguir lo imposible: con su habitual expresión de cartero distraído, sin acomodarse correctamente sobre el campo ni prestar atención a la pelota, pretendía reducir el problema a un sólo movimiento. Pareció desentenderse de la línea defensiva, hizo uno de esos giros en falso que suelen costar una fractura de cadera y, así, ni estirado ni encog¡do, con el cuello vuelto hacia la izquierda y la mirada perdida en la derecha, se descompuso en sus tres personalidades: cabalgó como un bonzo, movió las orejas como un jinete y tocó el balón como un lince escaldado.
Dicen los cronistas que aquello acabó en gol de Pauleta, pero algunos incrédulos pensamos que la pelota no ha caído todavía.
¿Con qué le pegaste, Djalma?
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