Raíces centenarias
Una veintena de pinos laricios sobrevive desde hace varios siglos en la sierra de Guadarrama
Los árboles de la Comunidad de Madrid tienen una veintena de tatarabuelos. La noticia es que sobreviven aún.El más anciano de todos, con salud todavía pese a los achaques, tiene 512 años. Vive con otros veinte compañeros suyos en un rodal, pequeña masa forestal, de la sierra de Guadarrama, en el área de La Jarosa. Es un pino laricio de la especie Pinus nigra.Por su aspecto exterior, apenas se le distingue de otros. No posee una copa en exceso frondosa y su tronco, salvo la tonalidad plateada que le caracteriza, bien pudiera corresponder al de otros ejemplares de menor edad. Su porte frisa los quince metros. Pero su particularidad reside en que, milagrosamente, ha sobrevivido todo este tiempo gracias a la conjunción de una serie de cualidades muy especiales para combatir a su más fiero enemigo, el fuego, más el ataque incesante de los hongos. La escasa calidad de su madera le salvó de los leñadores. Su edad ha sido datada con precisión por un equipo del Centro de Investigación Forestal, Cifor, departamento dependiente del Instituto Nacional de Investigaciones Agrarias y Agroalimentarias, en Puerta de Hierro.
Mediante la introducción en su tronco de una barrena Pressler, una barra metálica rematada por un pequeño berbiquí portador de un conducto acanalado, los investigadores traspasaron su albura y llegaron hasta su duramen. Extrajeron una lámina fina de su corazón, donde su carné de identidad mostraba sus señas: nació en el año 1487, sobre un sustrato granítico, y se halla a 1.400 metros de altitud.
Es de suponer que vive con cierta tristeza: no puede relacionarse con otros ejemplares centenarios, colegas suyos de la Comunidad de Madrid, como el pino laricio que crece en Risco Polanco, a 1.600 metros de altitud, cuyo nacimiento ha sido datado en 1523; ni con el que habita en la denominada Peña del Ahorcado, que vino al mundo en 1667; ni tampoco con otro que se yergue en Valdemaqueda, con cuatrocientos años sobre sus ramas.
"Para evitarles complicaciones tras las heridas abiertas en sus troncos para su datación, sus senos fueron rociados suavemente con fungicidas con los que combatir la aparición de hongos", explica Ángel Fernández Cancio, de 52 años, físico experto en fitoclimatología, que trabaja en el Cifor desde 1975. "Estos árboles resistieron un feroz cambio climático que se produjo entre los siglos XVI y XVII, lo que llamamos la pequeña glaciación. La temperatura varió medio grado, pero defolió España entera", destaca. Fue quizá este fenómeno el que arrebató a Madrid su árbol más característico, el madroño que orna su escudo, tan difícil hoy de hallar.
El investigador se muestra muy preocupado porque los cambios climáticos, señaladamente el efecto invernadero, pueden dar al traste con estos ejemplares de milagrosa supervivencia. "Todo indica que el siglo XX ha mostrado unas perturbaciones que no presagian nada bueno", dice. "El estrés hídrico, la fatiga derivada de su lucha por conseguir humedad, así como los golpes de calor y las sequías, son algunas de las amenazas que sobre ellos se ciernen".
Pese a todo, estos tatarabuelos arbóreos pugnan aún por sobrevivir. Aplomados sobre sus estratos, siguen invitando a cobijarse bajo su sabiduría silenciosa.
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