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Fineza o grosería JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Debía ser tiempo de fineza política. Así por lo menos lo había entendido la prensa ante la nueva composición del Parlamento catalán. Viniendo de la política italiana el espacio semántico de la palabra fineza aplicada a la vida parlamentaria debe ser, sin duda, muy amplio. Por lo menos debe comprender desde la sutileza hasta el arreglo bajo mano. De momento, el estreno parlamentario catalán ha acontecido por el lado de la grosería.Durante dos campañas electorales -las últimas legislativas y las autonómicas- Convergència i Unió ha hecho de la enorme distancia que la separaba del Partido Popular argumento de identidad. En la única elección en que ha admitido un posible pacto con el PP -Molins en la campaña al Ayuntamiento de Barcelona-, CiU perdió estrepitosamente. Tanto en las legislativas de 1996 como en las autonómicas de 1999, cada vez que la izquierda advertía que el ruido de campaña acabaría en acuerdo entre los nacionalistas y la derecha, los portavoces convergentes lo negaban tres veces. La experiencia de 1996, en que PP y CiU pactaron después de haberse peleado en una de las campañas más agresivas de nuestra democracia, hizo que en las recientes autonómicas la coalición se viera obligada a ser más concreta todavía a la hora de negar el pacto con el diablo. Pasó un mes. Llegó la hora de la investidura del nuevo presidente. Los nacionalistas firman un pacto con el PP para que asegure la elección de Pujol en la primera vuelta. De modo que, una vez más, las palabras de campaña se las llevó el viento. ¿Fineza o grosería?

La elegancia negociadora de los nacionalistas no acaba aquí. Al día siguiente de firmar su compromiso con el PP piden un dictamen al Institut d"Estudis Autonòmics para demostrar que el pacto de investidura no les impide reformar el Estatut o solicitar el concierto. CiU se presenta libre de manos respecto de los dos puntos que los populares habían presentado como su gran triunfo -aunque fuera por la boca de dos aprendices de la política: Alberto Fernández, que todavía está en primaria y Josep Piqué, que tiene mucha prisa en aprender-. ¿La negociación política como capacidad de engañar al adversario? Estamos en las mismas: ¿fineza o grosería?

No se acaba aquí la lección de grandeza política de la pasada investidura. CiU suscribe con Esquerra un pacto, ¡oh, cielos!, para conseguir una abstención. ¿Demostrar a Maragall que sólo tiene asegurados los votos de la familia merece un pacto por escrito? Por este camino, esta legislatura promete mucho más mercadeo que fineza. Acabaremos viendo como se firma un pacto para que un diputado se vaya al servicio en el momento de una votación. ¿Fineza o grosería?

Lo que había empezado bien, con la sensación de que del duelo Pujol-Maragall podrían salir ideas e iniciativas para revitalizar un país un poco amodorrado en la autocomplacencia, acabó con este regateo de palabras -y de engaños, como se ha visto después- que algunos, sin duda, deben considerar que constituye el más elevado y noble estadio de la acción política. Después que no se quejen cuando se habla de descrédito de la política y cuando la ciudadanía les mira cada vez con mayor desdén. Comparto plenamente con el presidente Pujol que hay que hablar menos de números y recuperar la política y la responsabilidad. Pero no me parece que este mercadeo sea la mejor manera de hacerlo. Cuando se niega el valor y el significado a las palabras, la política se acerca al disparate.

Estos días se cumple el 10º aniversario de la muerte de Leonardo Sciascia. Un escritor que dedicó toda su vida a desmenuzar el lenguaje eufémico de los poderosos. A demostrar, sobre la experiencia italiana, que debajo del discurso de los poderosos sólo había el vacío, la insolencia y la ambición de poder como fin que justifica todos los medios. Sciascia era un escritor: su instrumento de trabajo de reconocimiento era la lengua. Compartía la idea de Pasolini de que "es en el lenguaje donde se perciben los síntomas". Y los síntomas que el lenguaje político nos ofrece son más bien descorazonadores. Lo decía Aldo Moro en una de sus cartas desde el cautiverio: "Es increíble hasta qué punto hemos llegado en la confusión de los lenguajes".

¿Confusión o transparencia? Lo que en Sciascia alcanzaba la tragedia aquí, felizmente, no pasa de la comedia. Debajo de la grosería hay muy poco que ocultar. Quizás sólo los apuros de un gobernante que tiene prisa en ser elegido en primera votación. Ser elegido presidente -aunque sea de un país sin Estado propio- por sexta vez es una récord excepcional, sólo al alcance de una personalidad excepcional. "Excepción: cosa o caso que se aparta de una ley o regla general aplicable a los de su especie", dice el diccionario de María Moliner. Otra cosa es si esta excepcionalidad es democráticamente sana. Si la democracia consiste en una serie de mecanismos diseñados para evitar el abuso y perpetuación en el poder, la limitación de mandatos siempre me ha parecido un bien deseable. Pero no es éste el caso que nos ocupa. Al estrenarse por sexta vez los intereses y las sensaciones del presidente y de su partido están condenados a distanciarse. Los caminos se separan. El partido y la coalición deben pensar en cómo conservar el poder, mientras sus hombres lidian los siempre destructivos conflictos de sucesión, que se han precipitado dado el gran protagonismo que, por exigencias electorales, Pujol otorgó a Duran Lleida en la campaña electoral. Pujol, en cambio, puede perfectamente alejarse del barullo y empezar a pensar en la manera de completar, a su gusto, la extensa autobiografía política. Parecería pues una ocasión propicia para que Pujol, despreocupado de ciertas batallas, atendiera al valor de las palabras y a la dignificación de la política. La oferta de su principal adversario de repensar el marco institucional conforme a los nuevos tiempos le brindaba un horizonte atractivo. Pero el mercadeo de la investidura desvaneció cualquier ilusión. Desde un prejuicio favorable, las sordideces de la negociación de la investidura se pueden atribuir a la angustia del presidente, ansioso, en su último mandato, de resolver el trámite lo más rápidamente posible y de dejar meridianamente claro quién sumaba más. Pero la experiencia acumulada de 20 años da para pensar que, a estas alturas, lo más profundo ya es sólo el mercadeo.

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