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Izquierda y país XAVIER BRU DE SALA

Está visto que la famosa mesocracia catalana no da para construir el país deseado. Ya estaba claro que los dueños de los resortes económicos y sus administradores observan con prevención cualquier novedad en el campo nacional. Nunca será motor de nada más que de su economía, que en buena parte es la de todos. Desde 1917 nuestros burgueses son pragmáticos y se adaptan a lo que venga, Primo, la República -primera parte-, Franco o Pujol. ¿Qué más da? Salvo honrosas excepciones, su pequeño dios no es la ambición, sino la supervivencia. Para no quedar mal con ellos, Pla renunció a escribir el retrato de la clase alta. Ahora andan jugando a dos barajas, PP y CiU, sin el menor sonrojo. Si Cataluña sigue volviéndose provinciana -provincia de España, sí, aventajada por su ubicación en el corredor mediterráneo, pero con escasa capacidad de liderazgo, innovación o vanguardia-, si sigue así, no levantarán un dedo para evitarlo. ¿Que Madrid es juez y parte? Motivo de más para portarse bien. ¿Que los líderes de los partidos pactan un nuevo marco de autogobierno? Bueno. ¿Que luego no consiguen nada? Bueno. Y bueno también si no vuelven de la capital con las manos vacías. Colectivamente, no habrán movido un dedo, pero se adaptarán. Eso es lo que hay.En el otro extremo de la escala social, las llamadas clases populares mantienen una identidad mixta, con mayor peso todavía de la de origen, si bien van observando poco a poco que sus intereses no siempre coinciden con los del resto de españoles. Un pacto social catalán les beneficiaría, pero ni quieren ni pueden apuntarse sin garantías de que van a poder mantener su proximidad afectiva con los asuntos y las gentes de España. También por ahí es de prever más neutralidad y segundo plano que protagonismo. La casi desaparición de Iniciativa es en este sentido un desastre, el olimpismo de Maragall no es la mejor baza para convencerles de un apoyo explícito a las tesis del soberanismo de mínimos que llama federalismo asimétrico. La nueva ERC está preparada para incidir en la mesocracia, pero bastante menos en los sectores que tienen la clave numérica del devenir político catalán. La vocación de hacerlo no es suficiente para romper la barrera identitaria que se lo dificulta.

En estas circunstancias, la prioridad no debería ser la que centró el debate de investidura, el contencioso político para elevar el techo competencial y mejorar el déficit fiscal, sino el establecimiento de nuevos retos, el resurgir de la ambición y la vibración interna. Así sobre todo, cambiando de tercio, se legitimaría el catalanismo ante la sociedad. Con acierto planteaban el 7 de este mes en el Avui los más conspicuos representantes nacionalistas de la generación Diesel la necesidad de un gobierno de los mejores, con proyección, con ganas, con entidad política, autoridad personal y capacidad para generar entusiasmo y liderar proyectos de envergadura. Tienen razón, pero dudo mucho que Pujol les haga caso, a pesar de las palabras de esta semana. Si en vez de ello, y no además, CiU sigue centrándose en el nacionalismo reivindicativo -primero que nos den y luego actuaremos-, la presente legislatura puede darse por mal empleada. Si la Generalitat y su Gobierno son hoy un elemento más y no el centro de la vida política catalana, ello se debe al voluntario tono gris y la consigna de limitarse a la gestión que Pujol ha dado a sus masovers. En este decenio, ser consejero ha equivalido a ocupar plaza de político, pero con prohibición explícita de plantear iniciativas, de competir para destacar sobre los demás, incluso de hacer declaraciones políticas. Así no se va a ninguna parte. Así no se iría a ninguna parte aunque se tuvieran todas las competencias deseables. Mucho menos se concilian voluntades. Así se pierden cuatro años más, o los que sean. Con este sistema, llegan primero los pacatos, no los capaces.

Lo más arriesgado que soy capaz de suponer es que, para compensar su propia debilidad, Pujol haga un gesto y nombre algunos consejeros dispuestos a actuar con empuje, pero sin pasarse, más de cara a la galería que con verdadera intención de convocar retos. Su capacidad de renovación de las propias huestes está casi agotada. Un Gobierno con consejeros fuertes significa un presidente prejubilado. Y entre las necesidades del país y las propias, ya se sabe cuáles prefiere Pujol.

En estas circunstancias, y aunque no fueran éstas, el anunciado gobierno en la sombra de Maragall no debería hacerse esperar. De él depende en buena parte que Cataluña recupere el tono, que los asuntos importantes estén encima de la mesa, que se vaya escribiendo por lo menos el prólogo de la próxima legislatura, incluidas las bases para que los sectores de la sociedad que nunca han visto la Generalitat como algo propio empiecen a sentirse concernidos por lo que ocurre en la plaza de Sant Jaume, y para que la Ciutadella les suene a mucho más que un parque.

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