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Identidades

PEDRO IBARRA

En el debate sobre las identidades nacionales existen dos tipos de discutidores. Unos discuten entre ellos sobre cuál es la auténtica, eterna e innegociable identidad nacional; quiénes, por ejemplo, son los verdaderos vascos. Otros van un poco mas allá. Afirman, y al tiempo propugnan, el rechazo a cualquier pretensión de otorgar estabilidad densidad, relevancia y perfiles a las identidades en general y a las nacionales en particular. Niegan las identidades colectivas.

Estos críticos nos dicen que no es posible, ni deseable, fijar y delimitar ningún sentido de pertenencia; que no es cuestión de enfrentar identidades, sino de negar su existencia. Nadie puede decir en serio que se siente miembro de tal comunidad con la que comparte rasgos y proyectos, porque, como estamos permanentemente cruzados por múltiples identidades colectivas y todas tienen la misma relevancia, el mundo de la pertenencia siempre es cambiante , radicalmente permeable, cruzado, solapado; en ultima instancia, indefinible. ¿Cual es mi verdadera identidad, si al mismo tiempo me siento miembro de Athletic, de una cuadrilla con la que voy al monte, de una ONG, de un grupo de enseñantes, de un barrio, de una nación, de una banda de música, de un colectivo de coleccionistas de sellos?. Así, acaban afirmando, somos de todos en general y de nadie en particular.

Ahora, la critica a estos disolvedores. ¿Por qué es negativo que la gente trate de priorizar un sentido de pertenencia, que afirme que se siente miembro de varios grupos, pero que se siente más miembro de uno en concreto, y con unos -y no otros- determinados rasgos?. ¿Por que es mas positivo elegir el caos identitario, elegir vivir simultáneamente 27 identidades? No se ejerce menos la libertad cuando, conociendo todas las posibilidades identitarias, se elige o prioriza una. Sería mas libre -y sobre todo más realmente abierto a los otros- aquel que se siente miembro de una comunidad nacional y que comparte la solidaridad desde esa pertenencia con los suyos, que aquel otro que, como ha decidido que lo moderno es ser de todos al mismo tiempo, a final no es de nadie. Ni está con nadie.

Existe un cierto desorden conceptual. Da la sensación de que no se admite el que dentro de una identidad prevalente vivan otros deseos, gustos, mundos de relaciones que no constituyen identidades colectivas. Parece que resulta obligatorio el que todos esos deseos, intereses, etc. se conviertan en identidades colectivas y que, por tanto, entren en un escenario de enfrentamiento con la (o las) identidad preexistente;y como el enfrentamiento, la esquizofrenia, es insoportable, lo mejor es que todas desaparezcan. Pues no se entiende. De entrada, muy poca gente está tan cargada de esa multiplicidad de convergentes y simultáneas identidades. Pero, en cualquier caso, no se entiende por qué no es posible ni deseable tener un identidad colectiva dominante, y dentro de esa vivencia compartida, tener otros horizontes, otras practicas, otros anhelos que, en cuanto que no son identidades colectivas, son perfectamente compatibles con tal identidad.

Y tampoco se entiende por qué es mejor estar continuamente cambiando esa o cualquier otra identidad colectiva protagonista. ¿Mejor, para qué y para quién? Se confunde poder cambiar con cambiar sistemáticamente. Es perfectamente lícito -y sobre todo reconfortante y al tiempo alentador- pretender un cierta estabilización en los rasgos de una identidad. No se debe confundir imposición de una identidad con búsqueda de permanencia de esa identidad. Una cosa es que a alguien le obliguen a sentirse miembro de una sola identidad y compartir siempre los mismos rasgos de ella y otra muy distinta, el deseo de estabilizar una identidad. Por supuesto que todo intento de fijar, de naturalizar, una identidad, es intento de construir un invento. Pero en ningún caso es peor invento que los que construyen su identidad negando la existencia de identidades.

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