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Las bicicletas, para el invierno

A. R. ALMODÓVAR

Días atrás venía en los periódicos que en una ciudad fría y civilizada del norte de Europa habían detenido a un ladrón de bicicletas. Pero no de unas cuantas, o de una sola, como aquel inolvidable personaje de Vittorio de Sica, que tuvo que robarla para poder alimentar a su prole en la hambrienta posguerra italiana, sino de cincuenta mil. Muchas bicicletas parecerán ésas, para un solo ladrón, a quien no conozca lo que pasa en Copenhague, por ejemplo, con esto de las bicis. Y hasta se podría pensar que es una de esas noticias inventadas para rellenar un hueco surrealista del más tedioso verano. Pero ocurre que ya no es verano y que las bicicletas son estos días noticia por muchas razones. Entre otras, nada divertidas, porque casi a diario muere un ciclista en nuestras carreteras y ciudades, a causa de lo poco que los transeúntes motorizados aman las bicicletas. Antes se decía que los españoles eran bajitos y con cara de vinagre porque creían que todos los demás follaban más. Hoy, si reuniéramos varias estadísticas, los definiríamos como automovilistas que fuman sin compasión de sí mismos, ya son menos bajitos, pero siguen teniendo esa cara de pocos amigos, ahora porque en el fondo de sus almas sospechan que los ciclistas son más felices. Y quizás por eso les acometen sin cesar.

Cuando el matrimonio de lingüistas Poul y Lone Rasmussen -desaparecidos hace dos años en trágicas circunstancias, después de escribir en Castilleja de la Cuesta algunas de las páginas más lúcidas que conozco sobre cuentos populares andaluces o sobre semántica del español- me invitaron a su Universidad, no se me olvidará que en la primera jornada -uno de esos días plomizos que anticipan al despiadado invierno danés-, pusieron a mi disposición una de las varias bicicletas que ellos tenían -como todo el mundo- para desplazarse de un lado a otro. Y sin más preparativos, allá que me vi pedaleando por Copenhague, abrigado hasta las cejas, por unos carriles-bici repletos de otros ciudadanos igualmente embozados, pensé yo, para que no se les notara mucho lo felices que eran. Ya entonces -estoy hablando de 1983- funcionaba a las mil maravillas aquel sistema de rutas específicas, semáforos y protección en toda regla para ciudadanos libres, quiero decir, ciclistas.

Pedalear, en cambio, por ciudades como Sevilla, Málaga, Cádiz... -perfectamente hábiles para la práctica de este ecológico procedimiento- es un ejercicio de verdadera temeridad. Y no sé yo si las normas aprobadas el otro día en el Congreso vienen a aliviar o a empeorar la cosa. Ya veremos. Lo más seguro es que los Ayuntamientos se decidan de una vez a implantar los carriles exclusivos para ciclistas, sobre cualquier otro medio de transporte. Ya sé que suena muy radical, y que los fabricantes de automóviles se van a fastidiar mucho. Pues cuánto no lo siento. Lo primero es lo primero. Otros saldrán ganando. Por ejemplo, los fabricantes de guantes y de bufandas, y los ladrones de bicicletas, claro. Pero qué se le va a hacer. No se puede tener todo.

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