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Tribuna:El FUTURO DEL SECTOR FINANCIERO
Tribuna
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La política y las cajas de ahorro

Si un fantasma recorre la percepción social sobre las cajas de ahorro en España, es el de su creciente identificación con las fuerzas políticas que gobiernan en las diferentes comunidades autónomas. Desde comienzos de la actual legislatura hasta hoy, estas empresas, que suponen en torno a la mitad del sistema bancario en España, no han dejado de ocupar un lugar destacado en los medios de comunicación. Y casi siempre por motivos muy diferentes a la mejora de sus márgenes o a sus decisiones estratégicas para adaptarse al nuevo marco impuesto por el mercado único.La reciente polémica sobre la retribución de los cargos políticos electos en el grupo Cajamadrid, o la decisión de nombrar a un diputado de las Cortes Generales como presidente de la Caja Castilla-La Mancha han vuelto a poner de relieve el vigor de esta tendencia, la cual no puede considerarse óptima, al menos desde dos perspectivas complementarias.

La primera y más obvia, por cuanto tantas y tan variadas declaraciones contradicen la máxima de que la banca se hace con poco dinero y mucha confianza. Es, sin duda, exagerado afirmar que esta casi permanente presencia mediática relacionada con decisiones adoptadas por las fuerzas políticas, o con opiniones expresadas por sus portavoces oficiosos, está erosionando la confianza en unas empresas con un elevado nivel de fidelidad de sus clientes. Pero parece ilusorio pensar que tanta controversia no acabe por afectarla. En especial entre el segmento de clientes, actual y potencial, con mayor cultura financiera, para quienes esa creciente asociación con un determinado partido político puede acabar resultando incómoda e incentivando el cambio de entidad.

Defender hoy, como hiciera Antonio Maura a comienzos del siglo, que "no puede estar lejano el día en que todos los que se ocupan de la gobernación del Estado sean considerados por la mayoría de la nación como una clase aparte, señalada por su inferioridad en los principios de la moral" es una exageración. Pero igualmente parece difícil silenciar la modesta confianza de los ciudadanos en los dirigentes políticos reflejada en los sondeos de opinión. Contraponer frente a esa tozuda constatación indemostrables identificaciones de los clientes de una entidad con el proyecto de una fuerza política, como ha hecho el señor Hernández Moltó, es, como poco, un error; un fracaso en adaptar con rapidez las preconcepciones a la realidad.

La política es, sin duda, el gran espacio común para la resolución de los problemas colectivos. Pero mal que nos pese, hoy y aquí, para una destacada proporción de ciudadanos la política es sinónimo de aspiraciones menos elevadas. Ignorar esa realidad es el mejor camino para acabar siendo incapaz de transformarla. Quizá, pues, una parte de los últimos eslabones de esta continua polémica hubieran podido evitarse de haber elegido un vector de actuaciones diferente. Por ejemplo, declarando inelegibles para formar parte de los consejos de administración a quienes desempeñan un cargo electo, como ocurre en la Comunidad Valenciana. O avanzando hacia una separación nítida entre los campos de actuación de las fuerzas políticas y los de los órganos de gobierno de las entidades, compatible con unas relaciones fluidas con los ejecutivos regionales. O, también, urgiendo la aplicación del conjunto de recomendaciones del denominado Informe Olivencia, en especial los referidos a la profesionalidad e independencia de los consejeros y la vigilancia sobre los posibles conflictos de intereses.

El anterior no es el único aspecto preocupante y quizá no sea el más importante a corto plazo. Hace ya tiempo, Fernando Basterra señaló que en periodismo la semana pasada es arqueología, y un año se sitúa a parecida distancia de la que separa la estrella Betelgeuse de la Tierra. Esa percepción del tiempo, sin embargo, no parece la más adecuada para evaluar la transformación experimentada por la economía española en los últimos años, uno de cuyos rasgos decisivos ha sido la modernización de su sistema bancario. Debiera recordarse que todavía a mediados de los ochenta, tras una crisis del sector sin precedentes desde las ocurridas en Estados Unidos en los años treinta, en la cual las cajas experimentaron unas dificultades muy inferiores a las de la banca privada, las empresas bancarias seguían actuando en un marco fuertemente regulado. Y que no está tan lejano el tiempo en que el imperio de un despotismo nada ilustrado condujo, junto a otras medidas no menos perniciosas para la eficiencia, al establecimiento de coeficientes obligatorios de inversión con la pretensión de fomentar el desarrollo.

Sin que sea posible comparar aquella nefasta etapa de supeditación del sistema bancario a los intereses políticos con las propuestas actuales de que las cajas actúen en aras al interés general, es dudoso que el fomento del desarrollo económico de una región, o de un país, pueda lograrse a costa de alterar los criterios financieros de rentabilidad en las inversiones comunes a toda empresa bancaria. Las causas del desarrollo económico han fascinado desde siempre a los economistas y constituyen, con todo motivo, una de las preocupaciones básicas de los dirigentes políticos. Sin embargo, como ha insistido reiteradamente Krugman, hoy como ayer, seguimos sin saber cómo convertir a una economía pobre en rica, o cómo recuperar la magia del crecimiento una vez desaparecida. Pero sí sabemos que, con muy escasas excepciones, entre las que no se encuentra el sistema bancario, intervenir el funcionamiento del mercado mediante mecanismos diferentes a la política presupuestaria, en su sentido más amplio, o de defensa de la competencia, no conduce a un aumento sostenido de la tasa de expansión del producto.

El conjunto del sistema bancario se enfrenta en España al reto de seguir aumentando su competitividad en un contexto dominado por la reducción de los márgenes, la revolución de las tecnologías de la información y un nivel de competencia impensable hace sólo pocos años. En el caso de las cajas de ahorro, esta continuada mejora de la competitividad, vinculable en no pocos casos a decisiones estratégicas acerca del tamaño óptimo y a una adecuada cobertura de la inversión realizada, es la condición imprescindible para mantener su función social, principal razón de su existencia.

Un buen número de obras beneficosociales (OBS) exigen una mejora radical tanto en la transparencia como en la eficiencia de su actuación. También en este punto, y desde posiciones políticas diversas, se han vertido opiniones reclamando su mayor vinculación a las preferencias sociales expresadas mediante las elecciones. Éste es un aspecto ajeno a los criterios determinantes de las decisiones de inversión, en cuya discusión quizá fueran más útiles la discreción, la prudencia y el consenso interterritorial que la soberanía regional aludida por el ministro Piqué al referirse a las retribuciones de los políticos electos en el grupo Cajamadrid.

En cualquier caso, las mejoras en las OBS serán irrelevantes si no cuentan con un presupuesto creciente. Lo cual, como no hace falta subrayar, depende de los beneficios obtenidos por la entidad bancaria de la cual dependen. Poner en peligro su aumento ininterrumpido, erosionando la confianza mediante la identificación de su actividad con un proyecto político o deteriorando su competitividad en base al convencimiento de poseer las claves de cómo pueden impulsar el desarrollo regional, supone arriesgarse a debilitar no sólo una pieza decisiva del sistema bancario en España, sino la herramienta básica dentro de éste para contribuir al fomento de la solidaridad. Quizá, pues, la discrección y la prudencia debieran imponerse a tanta estridencia.

Jordi Palafox es catedrático de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad de Valencia y miembro del Consejo de Administración de Bancaja.

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