Crisantemos de vida
Contaban los griegos que el rey de los muertos, Hades, hijo de Cronos, el tiempo, y de Rea, el poder creador de la natura, y nieto, por tanto, de Uranio y de Gea, del cielo y la tierra, se ocupaba de lo subterráneo, donde no sólo se llevaba doncellas a pasar calentitos inviernos, sino que, además, era el amo de todos los metales preciosos del subsuelo. Su oficio y beneficio le permitió dar su nombre a la residencia de los finados griegos, el Hades, y ser conocido por el monte de "el rico", es decir, "Plutón".Con estas metáforas los helenos explicaban fenómenos como las germinaciones, las regeneraciones que, conducen a la cosecha, embrión de riqueza. Los manes romanos, los difuntos familiares como las almas, también participan de esa cosmología: son genios protectores, que, al encarnarse en plantas o animales, originan vida y, de hecho, se les representaba mediante emblemas fálicos.
Quizás por ello, seguimos ofreciendo a los muertos las exuberantes crestes de galla, el amaranto de la púrpura del poder (que ostentó y rehusó el santo de hoy, Alberto Magno, "noble brillante" en germánico, celestial procurador de los de ciencias; tanto se llenó la Sorbona que tuvo que dar clase en la plaza, aún llamada Maubert, Magnus Albert) y de la juventud y el oro, de la sangre y el amor, de la perpetua renovación del tiempo. La misma inmortalidad asociada a los crisantemos -"flor de oro"-, que ahora vemos en opulenta floración. Imágenes solares de plenitud en el apagado otoño. Desde antiguo fue muy intenso el lazo entre el mundo de la muerte y el universo de la vida exultante y su motor, el amor, como genialmente intuyó Georges Brassens al verse en la otra vida enamorado: "Encore un"fois diré: je t"aime/encore un"fois perdre le nord/en effeuillant le chrysanthème,/qui est la marguerite des morts".
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