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El desaparecido

Juan José Millás

Vi en la marquesina del autobús la fotografía de un anciano que se había perdido. Estaba en el mismo lugar donde una semana antes habían puesto la de un perro extraviado. En mi barrio desaparecen tantos ancianos como perros. Los anuncian en los quioscos de periódicos, en las marquesinas, y también en las farolas. A veces piensa uno que se fugan juntos los perros y los ancianos. Y también se evaporan los jóvenes. Sobre todo las chicas. Desaparecida, quince años, vestía pantalón vaquero y sudadera azul. En el escaparate de la panadería hay siempre un anuncio de desaparecida que te mira desde una fotografía mala, a veces de fotomatón, y uno baja los ojos porque resulta muy difícil mantener la mirada a una desaparecida adolescente.Me quedé con los rasgos del anciano pensando que sería emocionante tropezar con él y dar una alegría a la familia. Ya en el autobús, me fijé en un señor mayor que llevaba un Hola en las manos. Era un Hola manoseado, como si procediera de una papelera o de un contenedor de basura: no formaba evidentemente parte de sus hábitos gastronómicos, ni siquiera lectores. Aunque no era mi anciano, me dediqué a observarle y vi que antes de bajarse en la Castellana extraía un peine de una bolsa de plástico, en cuyo interior advertí también la existencia de una toalla pequeña, y se ordenaba unas hebras blancas que le crecían desordenadamente junto a las orejas. Deduje, pues, que era un hombre sin casa. Un mendigo. Sin duda, había dormido en algún portal de mi barrio y ahora se dirigía a pedir limosna al centro.

Bajé tras él, pues era muy pronto, con la idea de dar un paseo hasta la oficina, pero el anciano cogió en seguida un rumbo diferente al mío. Una vida misteriosa, pensé, tal vez ahora se pondría a pedir limosna en un semáforo, o tal vez se presentara en casa de una hija que le invitaría a desayunar de mala gana. Quizá era un anciano perdido cuya fotografía estaría pegada en las marquesinas de otro barrio. Compré La Farola a una polaca tempranera y llegué a las nueve menos diez al despacho. Le conté a mi compañero lo del anciano extraviado.

-Ahora me voy fijando en todos los ancianos, pero supongo que es imposible dar con él, sería una casualidad excesiva.

-No te creas- dijo.- Hay una empresa que se dedica a buscar coches robados. Publican las matrículas y ofrecen una gratificación a la gente que los encuentre. Yo mismo, durante una temporada, me fijaba en las matrículas de los coches mientras venía a trabajar y tuve la suerte de encontrar dos coches desaparecidos en un mes. Es una cuestión de suerte. Claro, que los viejos no llevan matrícula, je, je.

No se me había ocurrido que también los coches desaparecían. Coches, perros, ancianos, adolescentes. Era la gente de mediana edad, como yo, la que no desaparecía ni a tiros. Yo no había desaparecido nunca. Intenté pensar en mí como en un desaparecido, calculando el hueco que mi ausencia provocaría en la vida de los otros. Un hueco pequeño, una especie de respiradero, que en seguida se rellenaría de otras cosas (perros, coches, personas), mientras mi volumen se movería por barrios alejados del mío. Me imaginaba yendo en un autobús que nunca hubiera tomado antes. Un autobús que realizara un trayecto completamente desconocido. Me veía con una bolsa de plástico en la que había ido almacenando las pertenencias de mi nueva vida: un peine, desde luego, una toalla que no abultara mucho. Quizás un Hola. Pero el Hola lo tendría que recoger de la basura. Me pareció paradójico que una publicación tan satinada pudiera aparecer en la basura, con todos esos reyes y príncipes y banqueros dentro de ella. Me imaginaba leyéndola, como descifrando mensajes de otra dimensión. Mi mujer compra esa revista. Le da vergüenza confesarlo y siempre dice que la ha cogido de casa de una amiga, pero yo sé que no. A veces la hojeo y me pregunto qué tenemos que ver nosotros con toda esa gente que produce noticias absurdas cuyo éxito es universal.

Pensé que cuando yo desapareciera me acordaría de mi mujer cada vez que sacara un Hola de la papelera y me conmoví estúpidamente. Luego, por la noche, después de cenar, estuve a punto de contarle lo del anciano extraviado, pero ella encendió la televisión en seguida y no me pareció bien interrumpirla.

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Más tarde, en la cama, se puso a leer el Hola que había en la mesilla y me di cuenta de que la quería, de que la quería mucho, pero no vi el momento de decírselo.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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