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La precampaña interminable

PEDRO UGARTE

La campaña sobre las pensiones impulsada por el partido en el Gobierno (una adaptación del "España va bien", dirigido especialmente a los mayores) lleva camino de instituir un nuevo principio en el sistema electoral del Estado español. El principio podría formularse en virtud de la siguiente definición. "Período de precampaña electoral: dícese de todo período de tiempo que no sea estrictamente campaña electoral". El efecto sobre nuestras maltratadas conciencias de este nuevo concepto va a ser padecer la precampaña más larga de la joven democracia. No importa lo lejanas que aún se nos antojen las elecciones generales. Para algunos políticos (y al final para todos ellos: en este campo la dialéctica acción-reacción resulta inevitable) estamos metidos de lleno en precampaña.

La ambición de conseguir nuestro voto se ha convertido en un estado de ansiedad imposible de saciar. A ello colaboran no sólo los políticos, sino también las infatigables encuestas de opinión. Ganar una elección no va a servir de nada. Como ocurre en los campeonatos deportivos, ganar una elección va a suponer tan sólo una noche de efímera alegría. Al día siguiente habrá que poner de nuevo manos a la obra, porque ya se avizoran en lontananza nuevos retos, nuevas convocatorias, nuevas urnas.

Los meses que quedan hasta las elecciones generales van a ser especialmente fatigosos. Toda declaración pública, formulada desde los partidos o desde las instituciones, no tendrá sólo un estricto contenido político, sino una aguerrida connotación propagandística. A la feria de Santo Tomás, a las entrañables fechas navideñas, al vértigo intelectual de encontrarnos en un nuevo milenio, a los sorteos de lotería o a las excursiones de fin de semana, a todas esas cosas que configuran la cotidianidad de la ciudadanía, se va a superponer un continuo martilleo proselitista, apostólico. Son días y días, noches y noches (y muchos muchos días, y muchas muchas noches, como dijo el poeta) en que los comités de estrategia electoral trabajarán a toda máquina, inficionando el devenir de nuestra vida con mensajes seductores.

Hay siempre en lo político algo de avaricia informativa que nunca se encuentra en otros ámbitos de la actividad humana. En deportes, cultura o sociedad, las noticias son noticias lisa y llanamente cuando pueden denominarse de ese modo. Con la política eso nunca ocurre. Algunos gestores de la cosa pública (y mucho más los dirigentes partidarios) tienen, desde un punto de vista informativo, una característica especial: son infatigables. Siempre ha sido así, pero a partir de ahora esta realidad va a ser aún más explícita: viviremos siempre en precampaña electoral.

Hasta ahora los demócratas sosteníamos (con cierto esfuerzo de voluntad, pero demandados por una especie de imperativo ético) que los electores, antes de votar, recapitulaban seriamente. Quince días de tramoya mitinera amenizaban las jornadas precedentes al día de los comicios, pero al final (uno pensaba) lo verdaderamente válido era la gestión política de cuatro años en las instituciones para inclinar el voto hacia uno u otro lado.

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Esta hipótesis ya no es sostenible. El sistema desconfía de la madurez de sus ciudadanos y opta por transformar las semanas, los años y los siglos en una campaña permanente. Parece que ya no resulta suficiente que los poderes públicos construyan carreteras, financien servicios sociales, potencien la cultura o asuman magnos retos de competitividad. Parece que la gestión institucional no basta para convencernos (o no) de las bondades de una formación política a la hora de trasladar su programa a las instituciones. Parece que la conversión del voto sólo puede conseguirse a golpe de altavoz electoral.

Va a ser duro vivir el resto de nuestra vida en precampaña. Va a ser duro convertirse en incesante objeto de deseo sufragista. Va a ser duro pero, sobre todo, va a ser más estomagante que un empacho.

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