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Falsa memoria

LUIS DANIEL IZPIZUA

¡Ah!, la enseñanza es una profesión ardua. Ya lo decía Mallarmé, quien también se dedicó a ella: "Cuántas impresiones poéticas tendría, si no estuviera obligado a dividir todas mis jornadas, encadenado sin descanso al oficio más estúpido y fatigante, porque te apenaría si te contara cómo me quebrantan mis clases llenas de abucheos y de piedras lanzadas". Quizás haya que ser capaz de escribir un verso como éste -"Oui, c´est pour moi, pour moi, que je fleuris, déserte!- para sufrir semejante escarnio. Naturalmente, no es ése mi caso, de ahí que yo no pueda hacer mías las palabras del gran simbolista. Enseñando he sido moderadamente feliz.

No he pretendido ser original en mi tarea. No me gusta llamar la atención. Por motivos que no vienen al caso, llamé la atención demasiado pronto y se me hizo pagar muy caro el mero hecho de existir. Era demasiado visible. No, nunca quise desaparecer; la vida siempre ofrece algún resquicio que la hace apetecible, y en último extremo ahí nos quedará algún lied de Schubert al que agarrarnos. Pero añoré la condición angélica: vivir en la dicha sin ser vistos. Tal vez por eso, jamás he pretendido vivir rodeado por cortes de discípulos. Mis relaciones con los alumnos han comenzado y acabado en la clase, que era el ámbito en que siempre he pensado que debían darse. Tampoco me han preocupado demasiado las cuestiones de método: las técnicas. Método y programas los definía el departamento, o tal vez sea más ajustado decir que era el espíritu de los tiempos el que los marcaba. Pero luego venía lo fundamental, la clase, ese campo de relaciones en el que la puesta en juego de nuestra personalidad resulta esencial. Siempre he creído en el profesor, por encima de cualquier método. Y en la cordialidad y la confianza como terreno indispensable para que los de la primera fila y los de la última se impliquen en clase. Supongo que he fracasado casi siempre. Me conformo con no haber dañado a nadie de forma irreparable, aunque pueda ser que también en eso mis deseos se hayan visto truncados.

Ahora, hace unos días, un antiguo alumno me dedica una columna en este periódico, aunque para hacerlo me camufla de señorita: bien, no es algo que me moleste, hay cosas peores. Mi ex alumno se presenta como uno de los de la última fila, pero esa afirmación no coincide con mis recuerdos. A pesar de que han pasado muchos años, yo lo ubicaría más cerca de la primera fila, tal vez en la segunda. Acaso la nube ideológica y el topicazo de que al final se sientan los traviesos -he visto a auténticas lumbreras en la última fila, y también a gente desolada, poco dada al jolgorio- hayan desplazado en su memoria su sitio real. Recuerdo que era un buen alumno y que le gustaba leer a Stanislaw Lem. Recuerdo también que nuestra relación era muy cordial, y siempre pensé que eran de su agrado mis lecturas de textos del ciclo artúrico, lecturas que él debe de haber olvidado.

Lo que al parecer no le gustaba era coger apuntes. Dice que los de la última fila vencían el hastío practicando el juego de adivinar lo previsible: ahora soltará un adjetivo, ahora un adverbio. Sospecharon que el profesor había descubierto su juego y que participaba en él, defraudando sus expectativas y haciéndolo más apasionante. ¿Sospecharon? Siempre creí que todos éramos conscientes del juego en una clase cuyo nivel de confianza consideré extraordinario. Tengo también la convicción de haber dado siempre más importancia al texto y al análisis que a cualquier teoría. Quizá entonces no fuera así y mi memoria falle; la suya es más joven que la mía, y tal vez esté en lo cierto.

Pero la historia no acaba ahí, y mi ex alumno asegura que con mis artículos le ocurre lo que con los apuntes, y que juega a anticiparse a lo previsible. Es curioso que todos sus ejemplos sean políticos: no parece gustarle mi afición a una democracia sin adjetivos. Termina pidiéndome que me acuerde de los de la última fila y que vuelva a jugar a sorprenderlos, aún a riesgo de caer en el nonsense. No estoy dispuesto a darle gusto. En la vida no hay filas, sino vínculos, y no estamos obligados a satisfacer a todo el mundo. Si no le gusto, puede abstenerse de leerme. Pero el pequeño tirano que deja entrever su tono no acepta márgenes. En su fatuidad, que lo debe de llevar a creerse un auriga del lenguaje, no se da cuenta de que él resulta previsible desde su primer artículo. Podría considerarlo un miserable, pero no voy a hacerlo. Prefiero condenarlo al olvido.

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