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¿Y tú de quién eres?

IMANOL ZUBERO

Paseando a mi hija Naia he comprobado la impresionante fijación de tanta gente por encontrar parecido a los bebés con alguno de sus progenitores. Es siempre un parecido excluyente y que, además, se expresa de manera extraña: cuando va conmigo, la mayoría de la gente dice que Naia se parece a su madre; a Yolanda le ocurre lo contrario: es asombroso lo que se parece a mí cuando pasea con ella. Luego vendrá eso de "¿a quién quieres más, a aita o a ama?". Es solo una anécdota, pero que indica y resume toda una forma de pensar.

Durante la pasada semana dirigentes políticos de toda laya se han empeñado en recordarnos que tenemos que elegir entre aita y ama: ser vasco de obediencia exterior o interior (Arzalluz); vasco que se pliega o no a ETA (Redondo); vasco de Lizarra o de Ermua (Mayor Oreja); o, más simplemente, vasco o español (Otegi). Estamos dirigidos por personas reacias al matiz, personas que pretenden pintar un retrato de la sociedad vasca a partir de una exigua paleta de colores. La perspectiva maniquea, el pensamiento binario, la mentalidad de sumacero, la mirada bipolar, el simplismo en definitiva, tienen mucho más éxito que la aproximación compleja a la realidad. Además, la pregunta por la obediencia identitaria -"¿tú de quién eres?"- es, en el fondo, una reivindicación de la obediencia debida -"¿tú a quién te debes?"-.

Como denuncia Amin Maalouf (lean, por favor, su libro Identidades asesinas), cuando nos preguntan qué somos están suponiendo que "en lo profundo" de cada perso-na hay una sola pertenencia de la que fluye nuestra esencia, una pertenencia inmutable en sus fundamentos y a la que nos debemos, que puede ser traicionada pero nunca modificada. Y cuando desde esta perspectiva se nos incita a que afirmemos nuestra identidad, lo que se nos está diciendo es que reduzcamos al máximo la compleja trama de pertenencias y referencias que nos constituye como individuos únicos con capacidad de construir un complicado universo de vinculaciones. En realidad somos un haz de pertenencias entrelazadas, no siempre coherentes. Todos los seres humanos poseemos una identidad compuesta: basta con que nos hagamos algunas preguntas para que afloren fracturas y ramificaciones. Es entonces cuando nos descubrimos como seres complejos, únicos, irreemplazables. Bien podemos decir que la humanidad entera se compone sólo de casos particulares, pues la vida crea diferencias, y si hay reproducción nunca es con resultados idénticos. La repetición clónica, el calco homogeneizador, la pérdida de diversidad, es el fin de la vida. "Gracias a cada una de mis pertenencias -escribe Maalouf-, tomadas por separado, estoy unido por un cierto parentesco a muchos de mis semejantes; gracias a esos mismos criterios, pero tomados todos juntos, tengo mi identidad propia, que no se confunde con ninguna otra". Hasta tal punto es así que sólo es posible hablar de la identidad colectiva como hipóstasis, a costa de sobredimensionar una de esas pertenencias, que es generalizada como "la" pertenencia a un conjunto de individuos, ahogando todas aquellas otras pertenencias que confieren identidad personal.

"Igual que otros hacen examen de conciencia -continua diciendo Maalouf-, yo a veces me veo haciendo lo que podríamos llamar examen de identidad. No trato con ello de encontrar en mí una pertenencia esencial en la que pudiera reconocerme, así que adopto la actitud contraria: rebusco en mi memoria para que aflore el mayor número posible de componentes de mi identidad, los agrupo y hago la lista, sin renegar a ninguno de ellos". Si así lo hacemos nos descubrimos cercanos a muchos lejanos, distantes de muchos cercanos. Pero, para ello, es preciso abandonar la tentación taxonómica, superar la mente discontinua, desarrollar una perspectiva holística. "Pues es nuestra mirada la que muchas veces encierra a los demás en sus pertenencias más limitadas, y es también nuestra mirada la que puede liberarlos". Pero hay miradas que matan.

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