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El cambio y la abstención JOSEP M. MUÑOZ

En contra de cierta opinión mayoritaria, siempre me ha parecido que la dificultad de la izquierda -y concretamente del PSC- para imponerse en las sucesivas elecciones al Parlamento de Cataluña procedía en una medida nada desdeñable de un incorrecto análisis del triunfo de Pujol en 1980 y de su subsiguiente hegemonía política. Particularmente, pienso que es erróneo reducir la clave de las victorias de CiU a un solo argumento básico, que viene sosteniéndose de forma invariable desde hace 20 años y que atribuye esa hegemonía (y el consiguiente fracaso electoral de los socialistas) al abstencionismo de una parte de la población de origen inmigrante del cinturón barcelonés. El corolario a este argumento es que sólo habría una manera de derrotar a CiU: combatir el nacionalismo lingüístico de la coalición y levantar el voto PSOE castellanohablante.Este argumento, que creo haber resumido pero no esquematizado, parte de un análisis excesivamente simplista del mapa electoral catalán y, de hecho, nos dice más acerca de los prejuicios ideológicos de quienes lo formulan que de la compleja realidad de nuestra sociedad. De entrada, en él se presupone que el electorado es el que es -y no el que se puede conquistar- y que se trata, además, de un electorado que no está debidamente representado en el sistema político catalán. ¿Un electorado inmutable y, encima, mal representado políticamente, durante 20 años? ¿Entonces, cómo explicar el salto que dio CiU, de ser cuarta en las elecciones de 1979 a la mayoría absoluta de 1984? ¿Y el cambio de mayorías en el País Valenciano o en Madrid en 1995? ¿Somos los catalanes más insensibles al cambio que los valencianos o madrileños? ¿Y si lo somos, por qué? ¿No estaremos culpabilizando en exceso a una parte del electorado, y no teniendo debidamente en cuenta fenómenos como el voto dual o la abstención activa (o, si se quiere, concesiva)?

Los resultados del pasado 17 de octubre, aunque insuficientes para propiciar un cambio de hegemonía, han servido no sólo para sentar las bases de un futuro triunfo -en este sentido, creo que nos hallamos en una situación potencialmente similar a la de 1979, cuando el PSOE dio el salto electoral necesario para su posterior victoria de 1982- sino también para desmentir, sanamente, alguna de esas verdades establecidas. De entrada, se ha evidenciado que no era estrictamente verdad que el cambio electoral en Cataluña sólo sería posible con una alta participación electoral, puesto que la victoria en votos de la izquierda ha ido pareja a una elevada abstención. En este sentido, la estrategia transversal de Maragall se ha revelado acertada, en la medida en que ha defendido la idea de un cambio pero ha apostado al mismo tiempo por ocupar un espacio central en la política catalana. La propuesta catalanista de Maragall ha triunfado en las grandes ciudades, y ésta es siempre la antesala del cambio. La insuficiencia de su victoria en el medio rural debe explicarse sobre todo por el peso de los lazos clientelares que ha tejido allí en estos largos años el Gobierno de la Generalitat, más que por la desconfianza hacia los estiuejants pel canvi, pero en todo caso evidencia que la desigual distribución del voto -en una sociedad cada día más homogeneizada por lo que respecta a las diferencias entre campo y ciudad- es una de las asignaturas pendientes de la izquierda catalana.

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