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Palestinos: ¿identidad por nacimiento o por elección?

Una de las frases más frecuentemente citadas de John F. Kennedy fue "ich bin ein Berliner", pronunciada con ocasión de su visita de 1961 a la ciudad de Alemania Oriental recién dividida por el muro. "Soy un berlinés", dijo ante la tumultuosa aclamación del público presente y de todo el mundo. Un acto de solidaridad, y quizá también de valor, el que un hombre tan alejado de las dificultades de vivir en una ciudad torturada afirmase sentir que compartía el destino agónico de sus ciudadanos. Nadie puso en duda su derecho a hacerlo, o a decir que no había vivido el tiempo suficiente en Alemania. De igual forma, cuando los estudiantes rebeldes del París de 1968 proclamaron a voz en grito "nous sommes tous des juifs" ("todos nosotros somos judíos") para expresar su solidaridad con los judíos que habían sido deportados y exterminados por los nazis, nadie, que yo recuerde, negó su derecho a hacerlo, o los criticó por tomar una identidad ajena con el propósito moral de aceptar y asumir los sufrimientos de otros seres humanos.Lo mismo ha sucedido con muchas personas de todo el mundo -incluso en los países árabes- cuyos sentimientos de compasión y de solidaridad moral con las víctimas palestinas de Israel les han hecho optar por convertirse efectivamente en palestinos. El fallecido Eqbal Ahmad, indio de nacimiento, paquistaní de nacionalidad, siempre se refería a sí mismo como uno de "nosotros", palestino por elección si no por nacimiento. Y sin embargo, el discurso público sobre Oriente Próximo se ha vuelto tan distorsionado y reprensible, tan influido por los sionistas occidentales, que incluso el admitir que uno es palestino de nacimiento lleva desde hace tiempo el estigma de la delincuencia e incluso de la criminalidad. En lo que a mí se refiere, recuerdo claramente que, cuando había conseguido mi primer título en la Universidad y había comenzado a preparar mi doctorado en letras, si me preguntaban, me identificaba, bastante conscientemente, como árabe, es decir, evitando a propósito el problema de explicar que en realidad era palestino, de Jerusalén, y todo lo demás.

Hay que reconocer el mérito imperecedero de la OLP, entre los años 1968 y 1982, que, con su aparición, permitió a todos los palestinos identificarse como pertenecientes a un pueblo, en realidad a una nación, si bien en el exilio y desposeída. Y durante la Intifada, ese sentimiento de pertenencia orgullosa a una identidad que luchaba valientemente por su supervivencia frente a los esfuerzos realizados para extinguirla o negarla se extendió por doquier.

En Praga, la resistencia al gobierno del partido único se ponía claramente de manifiesto con las camisetas de la Intifada que vestían los jóvenes manifestantes. Lo mismo sucedió en Suráfrica durante los últimos días del apartheid, en 1990-1991; ser palestino y sublevarse contra los soldados de ocupación israelíes era, en efecto, dar mayor profundidad y significado a la lucha contra la discriminación racial.Una de las ironías de la historia es, a buen seguro, que el mayor enemigo histórico del pueblo palestino -el movimiento sionista y sus ideólogos más militantes- obtuviera su fuerza de la misma idea: que uno puede asumir enérgicamente su identidad como judío en lugar de someterse en silencio a la asimilación como ciudadano polaco, ruso, estadounidense o británico. La mayoría de las historias del sionismo muestran que el mayor problema de los organizadores del movimiento era persuadir a los judíos de la diáspora de que su identidad como judíos de nacimiento no era suficiente: tenían que asumir además la identidad nacional de judíos que "regresan" a Sión para que sus orígenes natales se realizaran. Y lo mismo ha sucedido recientemente con los palestinos que durante años, desde 1948, se integraron (de buena y mala gana) en la amalgama de pueblos del país en el que residían hasta 1970, cuando, con miras a la lucha política, se les dio la oportunidad de ser palestinos. Ello no contradice la tesis planteada por Rashid Jalidi en su reciente libro sobre la identidad palestina, en el que afirma que se puede distinguir una identidad nacional palestina propia que se remonta muy atrás en la historia, a través de la cultura, la sociedad civil y la retórica política. Pero se debe añadir que la identidad por elección significa un compromiso político de ser palestino, así como un compromiso activo no sólo con la creación de un Estado independiente, sino con la causa, más importante, de acabar con la injusticia y liberar a los palestinos en una identidad laica capaz de asumir su lugar dentro de la historia contemporánea.

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Las presiones contra esa elección aumentan hoy por momentos. Uno de los principales objetivos del proceso de Oslo, asumido con tanto entusiasmo por EE UU e Israel, es paradójico, pues acepta implícitamente (y después anula) la idea de que la identidad palestina es una identidad con una base más amplia que la simplemente nacionalista. Observar la historia reciente es percibir que, a lo largo de los años setenta y ochenta, ser palestino significaba estar en la vanguardia de varias luchas de liberación, incluidas aquellas que iban mucho más allá del mundo árabe, en lugares como Suráfrica, Latinoamérica, Irlanda y en otras zonas de Europa, así como en Asia. Puedo atestiguar a favor de esto un encuentro reciente con un intelectual maorí de Nueva Zelanda que se me acercó después de una conferencia y me informó en detalle sobre todo lo que la lucha por los derechos palestinos ha significado para el movimiento maorí al menos desde hace tres décadas. He encontrado el mismo entusiasmo en lugares como India, Corea e Irlanda, y no entre los extremistas, sino, por el contrario, en los escritos y la práctica de aquellos que luchan por las libertades civiles, los partidarios del laicismo y los grupos de mujeres, para todos los cuales la idea misma de identidad palestina representaba mucho más que un simple nacionalismo étnico. Significaba actuar contra las fuerzas del oscurantismo religioso, la discriminación basada en el sexo, la desigualdad económica y cosas por el estilo. Está claro que la fuerza de esta identidad palestina estaba detrás de la invasión de Líbano por parte de Israel en 1982, en la que el objetivo de Ariel Sharon difícilmente se limitaba simplemente a destruir la insignificante amenaza militar que representaba la OLP. Recordemos que una de las primeras cosas que sus tropas hicieron cuando entraron en Beirut oeste en septiembre de ese año fue robar los archivos del Centro de Investigación de la OLP, un símbolo de la fuerza intelectual y moral en que se había convertido en efecto la identidad palestina.

Oslo se diseñó en cierto modo para atajar la parte más difícil de esa idea más amplia de identidad, para hacer que los palestinos regresaran a sus ciudades, aldeas y clanes de Gaza y Cisjordania, donde Israel y Estados Unidos, por una parte, y, más lamentablemente, su propia Autoridad nacional, por otra, podían rodearlos, confinarlos y reducirlos.

Ese esfuerzo y ese aspecto de Oslo han tenido éxito, pero el centro de atención se ha volcado ahora en los 4,5 millones de palestinos que todavía quedan en el exilio, y cuya persistente terquedad a la hora de expresar su identidad por elección está simbolizada en el derecho a regresar que siguen reivindicando. No es meramente un deseo o una exigencia geográfica. Tiene al menos otros cinco significados. Es el derecho a tener una morada propia. Es el derecho a permanecer en ella. Es el derecho a la repatriación. Es el derecho a la compensación y a la restitución. Es el derecho colectivo de asociación (queremos ser palestinos donde queramos) y de residencia. Es el derecho a coexistir en pie de igualdad con los judíos israelíes.

La Autoridad Palestina simboliza bastante claramente la derrota y la privación de la mayoría de estos derechos. La carga para el resto de nosotros -y aquí no sólo hablo de los palestinos de nacimiento- es resistir el intento de reducirnos a nosotros y a nuestras ideas a una mera cuestión de nacimiento y residencia real cuyo árbitro final es Israel. Por consiguiente, los actuales planes "internacionales" para reasentar a la vasta mayoría de los refugiados incluyen enviarlos a lugares como Irak, Canadá, Estados Unidos e incluso Jordania, y presionar a los países con amplias comunidades palestinas (como, por ejemplo, Líbano) para que les concedan la ciudadanía y la residencia. Aunque la retórica palestina oficial de hoy insiste en el derecho al regreso, las pasadas actuaciones de la Autoridad no suponen un buen precedente. Además, la postura de Israel desde su comienzo en 1948 ha sido negar llanamente a los palestinos cualquier cosa que se parezca al derecho a regresar, al tiempo que insistía en el derecho absoluto de cualquier judío, de cualquier parte, a "regresar" y a la incondicional ciudadanía israelí.

Por lo tanto, en esa situación, elegir la identidad palestina significa de hecho resistirse a lo que tengan que ofrecer las negociaciones de Oslo sobre la condición final. No es una postura negativa. Significa insistir en los derechos nacionales y políticos que nos negaron como pueblo primero los británicos (uno no debe olvidar que la Declaración de Balfour de 1917 ofreció a los judíos derechos políticos como nación, mientras que a los palestinos sólo les prometió derechos religiosos y civiles), y más tarde, Israel y Estados Unidos (y aparentemente la mayoría de los países árabes). Significa también que permanecemos firmes en la cuestión de la identidad como algo más significativo y políticamente democrático que la mera residencia y sumisión ciega a lo que Israel nos ofrezca. Lo que pedimos como palestinos es el derecho a ser ciudadanos, y no simples números en la partida, perdida de antemano, que están jugando los participantes en Oslo. Vale la pena señalar además que los israelíes también acabarán perdiendo si aceptan la definición estrecha de miras y mezquina de los palestinos como un pueblo sometido y confinado a una "patria" manipulada por su Gobierno. Dentro de una década habrá igualdad demográfica entre judíos y árabes en la Palestina histórica. Será mejor que nos acomodemos cuanto antes unos a otros como miembros plenos de un Estado binacional y laico que seguir luchando en la que despectivamente se ha llamado guerra de pastores entre tribus rivales. Elegir esa identidad es hacer historia. No elegirla es desaparecer.

Edward W. Said es ensayista palestino, autor, entre otros, de Orientalismo y de Cultura e imperialismo y profesor en la Universidad de Columbia. © Edward W. Said, 1999.

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